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martes, 31 de julio de 2012

Lola


Coincidentemente, la conversación se estaba muriendo. Alcanzó un estado irreversible en el instante en que, por millonésima vez en los últimos cuatro años, Dolores tocó el tema del testamento. El suyo.
Cada vez que hablaba de aquello lo hacía bajo una aparente naturalidad que se desmenuzaba cuando durante ciertos pasajes rompía en llanto. Sin embargo, no revisaba su pasado con nostalgia, tristeza o remordimiento, ni departía amarguras sobre la finitud existencial o la inexorable corrupción física. Mucho menos contemplaba la evaporación de sus sueños, las fraternales heridas que no pudo cerrar o los planes que quiso llevar a cabo. Muy por el contrario, alojaba todas esas imágenes en su ser, donde tarde o temprano, azuzadas por sus demonios, por sus resquemores, por sus angustias, afloraban como lágrimas.
Dolores, setenta y pico, soltera, sin hijos, un tanto paranoica, pretendía que cada centavo, con su brillo y color originales, apilado, envuelto y pesado en los simétricos montículos por ella definidos, llegara exacta y precisamente a las personas que había seleccionado en los plazos que considerara apropiados.

–¿No pensás en hacer un testamento vos también?– preguntó en voz baja. La confitería estaba llena y no deseaba ser escuchada por nadie más.
–No. ¡Qué voy a poner si no tengo nada!– replicó María.