Coincidentemente,
la conversación se estaba muriendo. Alcanzó un estado irreversible en el
instante en que, por millonésima vez en los últimos cuatro años, Dolores tocó
el tema del testamento. El suyo.
Cada vez que
hablaba de aquello lo hacía bajo una aparente naturalidad que se desmenuzaba
cuando durante ciertos pasajes rompía en llanto. Sin embargo, no revisaba su
pasado con nostalgia, tristeza o remordimiento, ni departía amarguras sobre la
finitud existencial o la inexorable corrupción física. Mucho menos contemplaba
la evaporación de sus sueños, las fraternales heridas que no pudo cerrar o los
planes que quiso llevar a cabo. Muy por el contrario, alojaba todas esas
imágenes en su ser, donde tarde o temprano, azuzadas por sus demonios, por sus
resquemores, por sus angustias, afloraban como lágrimas.
Dolores,
setenta y pico, soltera, sin hijos, un tanto paranoica, pretendía que cada
centavo, con su brillo y color originales, apilado, envuelto y pesado en los
simétricos montículos por ella definidos, llegara exacta y precisamente a las
personas que había seleccionado en los plazos que considerara apropiados.
–¿No pensás en
hacer un testamento vos también?– preguntó en voz baja. La confitería estaba
llena y no deseaba ser escuchada por nadie más.
–No. ¡Qué voy a
poner si no tengo nada!– replicó María.