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martes, 2 de julio de 2013

La niña

Llegó con las flamas tornasoladas del atardecer y camuflada bajo la tierra colorada que la sudoración invitó, habiendo dejado tras de sí kilómetros de polvareda. Cargaba consigo un pequeño morral de cuero negro y una tribulación intensa que parcialmente disimulaba su agotamiento.
En la recepción averiguó el número del cuarto y se internó en el ambiente aséptico, cruzando personas y diálogos ajenos; las multitudes deambulaban, algunas no tan metafóricamente, en sus disquisiciones. Se repartían en grupos aunados en sensaciones consonantes; veía rostros acongojados, inquisidores, angustiados, agotados, perdidos.
Un postrer esfuerzo de escaleras la dejó en el hall. Al fondo, una comunión de ojos familiares calló al reconocerla. En ese ambiente incómodo, de afecto simulado, un par de ojos inició una poco interesante relación social con ella. Varios ojos colindantes se sumaron a la conversación.
Ella, naturalmente, tenía otro interés para el cual aquellos órganos representaban un obstáculo. Quería franquear la puerta, aunque ellos la retenían. Finalmente, con un “permiso”, seco y amargo, aunado a una veloz maniobra, se alejó de las disuasiones y entró en la habitación, donde la esperaba su padre, para quien el tiempo bosquejaba una medida irrelevante.
Aunque duró un segundo, la imagen la golpeó. Sus ojos torrentosos de niña casi adolescente se cruzaron con un cuerpo disfrazado con cánulas y prolongado en cables y sueros. Unas luces copiaban la orografía serrana en una pantalla verde. Desvió su mirada al pecho, donde percibió una respiración casi aparente.
Enceguecida por un relámpago vertiginoso de recuerdos, las felices tardes en bicicleta en la plaza, los cumpleaños veraniegos, los abrazos y las promesas, las canciones y los cuentos, los juegos compartidos y las veces que lo hizo enfadar se entremezclaron en el frío fulgor.
Mientras la enfermera, enfundada en un ambo opalino, la acompañaba hacia la salida de la habitación, la niña halló el relicario en su morral y tomó el rosario que contenía. Apretó sus labios y la cruz con todas sus fuerzas. Primero sintió un calor intenso y abrasador en dos o tres puntos de la palma. No tardó en sobrevenir el dolor, pero aguantó y mantuvo el puño cerrado. Luego, con la mano temblorosa pero aún negando la visión de la cruz, llegó el alivio: la extremidad le dolía más que el pecho. La abrió y vio tres pequeñas mellas sanguinolentas y despellejadas, coincidentes con tres de las cuatro puntas de la cruz.
Marta, su tía, le había solicitado que la esperara para ir y que rezara, que tuviera fe, que le pidiera a Dios. La niña entrelazó sus dedos y, mirando al cielo, que por entonces desnudaba una luna menguante, comenzó a balbucear, a ensayar una torpe súplica por el que se apagaba.

domingo, 13 de enero de 2013

Justa


Hoy es mi cumpleaños y no tengo ganas de escribir, así que dejo un cuento que algunos visitantes de este espacio conocen. Es bastante más largo que el resto de mis relatos (3500 palabras aproximadamente, contra las 1500-1700 habituales) y más delirante. Lectores, dense por advertidos.

Prevenciones preliminares

La verdad, tan esquiva al recupero del pasado, tan obcecada ante la curiosidad de los mortales, prosigue impasible en las sombras, silenciosa, custodiada por la indiferencia y la ignorancia. En limitadas ocasiones su guardia es burlada, los misteriosos arcanos son liberados y, al menos por un instante, cae el velo oscurantista. En el caso que nos toca, la estricta vigilancia demanda vías alternativas regidas por el escaso material encontrado, cavilaciones, inferencias y la mera imaginación; A duras penas evitan que el manto se confunda con una gruesa y pesada cortina. Enhorabuena, pues: en las líneas que siguen se ha recopilado la tenaz y esforzada labor de investigadores, antropólogos y estudiosos de prestigiosas universidades y museos procedentes de todas partes del globo, quienes, pese a haber encontrado escasos vestigios de las civilizaciones que participan en la narración, desairaron la mentada protección y se atrevieron a quitar el velo, contribuyendo invalorablemente en la reconstrucción de la historia. Las fuentes escritas halladas cobraron gran valor también; debe mencionarse la obra de Cayo Litigio Alberto, obscuro poeta, historiador y jurisconsulto romano, testigo de la historia por su carácter de frecuente viajero.
Acaso este relato prevaleciera sumido en la carestía del conocimiento, en la privación del sinergético aporte humano antes mencionado, no existiría como revisión histórica; Merodearía los bañados que circundan al reino de la fantasía. Por tanto, quien suscribe, que no es sino un mediocre orfebre de oraciones y compendiador de realidades e ilusiones, un individuo volcado al acto de trasuntar testimonios, un sujeto que ensaya rescatar del olvido algunas páginas del pasado esperando al menos echar luz sobre el manto, o un guardián del “copiar y pegar”, conforme a la opinión de una caterva de suspicaces afectos a los vocablos peyorativos, se siente en la necesidad de manifestar su gratitud a quienes han asistido, auxiliado y colaborado en la liberación de la denostada cautiva. A todos ellos, infinitas gracias.