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viernes, 19 de agosto de 2016

Hallazgo



En la orilla, a causa del aire que del río provenía, el frío resecaba la piel. Los niños, ávidos de explorar y correr, elegían ignorarlo y entretenerse un rato. El lugar, de todos modos, era feo. Pasado el malecón nacía una costa breve y de arena tenebrosa, receptora de una oleosa y sombría marea rociada de plomiza espuma. El líquido se ocupaba, escrupulosamente, de acarrear residuos entre la margen y mar adentro. A la distancia, un muelle podrido y mutilado parecía flotar al mismo tiempo que contaba sus añosas historias de pescadores y botes amarrados.
La muralla se extendía, inasible, en ambas direcciones por kilómetros, y se salpicaba de grupos lejanos y agrupados: amigos en su tiempo libre, paseanderos con sus equipos de mate y hasta quienes osaban desafiar las posibilidades biológicas del río con sus cañas de pesca.
Se iba el sol y sobre el horizonte los cargueros encendieron sus luces, que contrastaban con sus débiles siluetas aún discernibles en el gesto traslúcido de la niebla.
Uno de los niños divisó, entre la negrura de la arena, los camalotes, latas y botellas, una pequeña caja, luminosa como un dolmen en un llano. Se hallaba distante de la orilla, en un ínfimo islote separado por un vado de indiscernible profundidad. Sus vocinglerías alertaron a sus padres, quienes a la distancia percibieron algún valor en ella y, en arrebatos de aventura, eligieron ir a buscarla.
Fueron necesarios un par de brincos para alcanzar el islote; el barro resbaladizo y la diferencia de altura en favor del cayo pretendieron dificultar la misión mediante un sutil tropiezo. El padre retornó al grupo con los premios; un semblante grave, hierático, y la caja en cuestión.
De dimensiones reducidas, estaba confeccionada de una madera delgada, vulgar, provista de una base más extensa y gruesa que el resto del cuerpo. La humedad había hinchado la sustancia en uno de los lados, aunque se conservaba en bastante buen estado. Cabía presumir que no había pasado mucho tiempo allí; en aquel paraje mugroso, su color límpido la delataba. No tenía tapa –quizás ya fuera propiedad del mar– y contenía restos de barro, cuyo peso le habrá permitido mantenerse de costado. Fuera de los detalles estéticos, el interior estaba completamente vacío.
El hombre les señaló su hallazgo. Sobre la cara externa que diariamente gozaba del sol, se bañaba en el río y contemplaba los barcos, una etiqueta, originalmente blanquecina, revelaba letras cerúleas garabateadas en renglones breves y desapasionados.

Aún legible, el texto decía: "Ana María B..., 18/05/2016".
El grupo, imitando al antecesor, la olvidó en aquella orilla.