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miércoles, 25 de enero de 2017

Afortunado



Las tardes de verano ya no son lo que eran, piensa el hombre, mientras una vez más remueve el sudor persistente en su frente y cuello. Interpretado como una perversa manifestación de dominancia, el fluido también halla fascinación al rellenar su contorno en la cama. Respira lento, aguantando el aire tibio en los pulmones, mientras anhela el descenso del sol para una bocanada álgida. Entretanto, el ventilador chirría en cada giro el abuso de labor y en su protesta apenas revuelve el bochorno en la habitación.
Escucha (o cree escuchar) una voz en una radio cercana, donde la locutora se queja por los sesenta grados de temperatura y por una cantidad afín, aunque levemente superior, de sensación térmica. El hombre se pregunta cuál es la razón que sostiene dos valores diferentes basados en una única condición. Al fin y al cabo, agrega para sí, siento un solo calor, pero qué calor, y destila pullas inaudibles.
El hombre, seco, amarillento y anguloso, que supone su peso mayor de lo que es en realidad, parpadea repetidas veces antes de levantarse esforzadamente en busca de un vaso de agua. Gira hacia su lado derecho apoyado en las coyunturas, logra sentarse en la pantanosa cama, enfunda los pies en sus pantuflas de tela, y las arrastra imprudentemente para evitar que la viscosa puerta de caoba continúe alejándose. De una manera u otra alcanza el vestíbulo, donde por un instante confunde el cuadro del paisaje campestre con una ventana mientras las líneas celestes del empapelado bailan, y enfila hacia la cocina.
Los grifos refunfuñan sin ofrecer nada más; sumarios, apenas entregan un ronquido espaciado, por tandas, y tan seco y aprensivo como sus conductos. Fastidiado, abre la heladera para beber un vaso de vino blanco que quedó de la noche anterior. Escanciada de un trago, la frescura anima una segunda ronda. Entonces el techo y las paredes, que se habían hinchado en torno a él hasta casi tocarlo, comprenden de prudencia y comienzan a alejarse.