Las tardes de
verano ya no son lo que eran, piensa el hombre, mientras una vez más remueve el
sudor persistente en su frente y cuello. Interpretado como una perversa
manifestación de dominancia, el fluido también halla fascinación al rellenar su
contorno en la cama. Respira lento, aguantando el aire tibio en los pulmones,
mientras anhela el descenso del sol para una bocanada álgida. Entretanto, el
ventilador chirría en cada giro el abuso de labor y en su protesta apenas revuelve
el bochorno en la habitación.
Escucha (o cree
escuchar) una voz en una radio cercana, donde la locutora se queja por los sesenta
grados de temperatura y por una cantidad afín, aunque levemente superior, de
sensación térmica. El hombre se pregunta cuál es la razón que sostiene dos
valores diferentes basados en una única condición. Al fin y al cabo, agrega
para sí, siento un solo calor, pero
qué calor, y destila pullas inaudibles.
El hombre, seco,
amarillento y anguloso, que supone su peso mayor de lo que es en realidad, parpadea
repetidas veces antes de levantarse esforzadamente en busca de un vaso de agua.
Gira hacia su lado derecho apoyado en las coyunturas, logra sentarse en la
pantanosa cama, enfunda los pies en sus pantuflas de tela, y las arrastra
imprudentemente para evitar que la viscosa puerta de caoba continúe alejándose.
De una manera u otra alcanza el vestíbulo, donde por un instante confunde el
cuadro del paisaje campestre con una ventana mientras las líneas celestes del
empapelado bailan, y enfila hacia la cocina.
Los grifos refunfuñan
sin ofrecer nada más; sumarios, apenas entregan un ronquido espaciado, por
tandas, y tan seco y aprensivo como sus conductos. Fastidiado, abre la heladera
para beber un vaso de vino blanco que quedó de la noche anterior. Escanciada de
un trago, la frescura anima una segunda ronda. Entonces el techo y las paredes,
que se habían hinchado en torno a él hasta casi tocarlo, comprenden de
prudencia y comienzan a alejarse.