Llegó
con las flamas tornasoladas del atardecer y camuflada bajo la tierra colorada
que la sudoración invitó, habiendo dejado tras de sí kilómetros de polvareda.
Cargaba consigo un pequeño morral de cuero negro y una tribulación intensa que
parcialmente disimulaba su agotamiento.
En
la recepción averiguó el número del cuarto y se internó en el ambiente
aséptico, cruzando personas y diálogos ajenos; las multitudes deambulaban,
algunas no tan metafóricamente, en sus disquisiciones. Se repartían en grupos
aunados en sensaciones consonantes; veía rostros acongojados, inquisidores,
angustiados, agotados, perdidos.
Un
postrer esfuerzo de escaleras la dejó en el hall. Al fondo, una comunión de
ojos familiares calló al reconocerla. En ese ambiente incómodo, de afecto
simulado, un par de ojos inició una poco interesante relación social con ella.
Varios ojos colindantes se sumaron a la conversación.
Ella,
naturalmente, tenía otro interés para el cual aquellos órganos representaban un
obstáculo. Quería franquear la puerta, aunque ellos la retenían. Finalmente,
con un “permiso”, seco y amargo, aunado a una veloz maniobra, se alejó de las
disuasiones y entró en la habitación, donde la esperaba su padre, para quien el
tiempo bosquejaba una medida irrelevante.
Aunque
duró un segundo, la imagen la golpeó. Sus ojos torrentosos de niña casi
adolescente se cruzaron con un cuerpo disfrazado con cánulas y prolongado en
cables y sueros. Unas luces copiaban la orografía serrana en una pantalla
verde. Desvió su mirada al pecho, donde percibió una respiración casi aparente.
Enceguecida
por un relámpago vertiginoso de recuerdos, las felices tardes en bicicleta en
la plaza, los cumpleaños veraniegos, los abrazos y las promesas, las canciones
y los cuentos, los juegos compartidos y las veces que lo hizo enfadar se
entremezclaron en el frío fulgor.
Mientras
la enfermera, enfundada en un ambo opalino, la acompañaba hacia la salida de la
habitación, la niña halló el relicario en su morral y tomó el rosario que
contenía. Apretó sus labios y la cruz con todas sus fuerzas. Primero sintió un
calor intenso y abrasador en dos o tres puntos de la palma. No tardó en
sobrevenir el dolor, pero aguantó y mantuvo el puño cerrado. Luego, con la mano
temblorosa pero aún negando la visión de la cruz, llegó el alivio: la
extremidad le dolía más que el pecho. La abrió y vio tres pequeñas mellas
sanguinolentas y despellejadas, coincidentes con tres de las cuatro puntas de
la cruz.
Marta,
su tía, le había solicitado que la esperara para ir y que rezara, que tuviera
fe, que le pidiera a Dios. La niña entrelazó sus dedos y, mirando al cielo, que
por entonces desnudaba una luna menguante, comenzó a balbucear, a ensayar una
torpe súplica por el que se apagaba.