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miércoles, 15 de enero de 2020

Los desahuciados


No soy de ver televisión, pero cuando lo hago generalmente elijo un programa de la peor ralea. Esos a cuyos espectadores les cuesta admitir que los ven son realmente extraordinarios. Son una mezcla de ruindad, morbo y curiosidad perfectamente diseñada. Quienes crean estos programas los envasan de manera atrayente para un público ávido, le ponen el moñito y te lo sirven en tu horario favorito, así que te demuestran que mirar patetismo está bueno y es sabroso.
La última vez encontré un ejemplo —o mejor dicho, producto— perfecto: era un programa de esos que tienen gente encerrada hablando tonterías, no recuerdo el nombre. Una conductora comentaba sobre los participantes, a quienes describió como “viejas glorias” veneradas, adoradas, dueñas de un pasado turbulento y glorioso.
Tras la introducción, la cámara encontró una sala de estar blanquecina y austera: tan solo unos sillones y un largo sofá alrededor de una mesa ratona cortaban la monotonía. Sentados en ellos, unos hombres discutían sobre quién era el más fuerte. Veías la ropa de esa gente y pensabas que era una comparsa de carnaval o que se habían quedado en el tiempo, qué sé yo. Andaban con pilchas antiguas: tules en algún caso, cueros en otros, una que otra armadura también. Estaban los que les sobraba ropa y los que andaban medio en bolas; lo que se dice no tener criterio para vestirse considerando el calor que hace por estos días. Aquellos que usaban telas apostaban por colores cercanos entre sí, opacados por las tierras de oriente. Sobresalían el rojo, marrón, y eso que llaman “terracota”. Los de los cueros tenían aspecto de pendencieros, de haber viajado bastante y de confiar poco en la higiene personal. Y las jetas. ¡Hermano! Había quienes o usaban máscaras de animales que se veían reales, o se les había ido la mano con la cirugía.
Y uno de estos últimos era Montu, que parecía un pájaro. A la consigna se puso de pie, pico en alto, hinchado el pecho; su estampa hizo saltar a otro del sofá, en pose grandiosa. Ares se llamaba y vestía coraza, yelmo, la parafernalia metálica completa. Le hicieron un primer plano a Odín, quien, enarcando las cejas, le recordó a ambos su posición. Todo lo “viejas glorias” que quieras, pero cada vez que podían ponían el cartelito con el nombre.
Ajá, dije, tan pronto identificaron al lote. Basura con olor a culto. La peor mugre. Esa que te hace creer que cuando se terminó aprendiste suficiente como para opinar.

martes, 3 de septiembre de 2019

Don



Tenía habilidad para hallar preguntas. Lo descubrió la vez que cruzaba un parque y vio huellas en el pasto. Unos chicos habían estado corriendo y se preguntaban dónde se había escondido Adrián.
“¿Es verdad que tenés otra?” era la que emanaba de un pocillo en el bar “Arturo”, justo antes que el mozo levantara la mesa. “¿Me vas a llamar?” inquiría el perfume emanado de un traje que cruzaba la avenida. “¿Es verdad que…?” tanteaban las solapas arrugadas de un saco.
Luego comenzó a encontrar preguntas sin respuesta. Empezó como un juego, las entregaba al remitente. De alguna manera los hallaba y les dejaba la inquietud, a veces en persona, otras por debajo de la puerta.
Con el tiempo sus facultades se ampliaron e incluyó la devolución de las preguntas no recibidas, los besos que no llegaban, los suspiros cuyo destinatario no percibió, los sueños en ciernes, las promesas pendientes, las ilusiones perdidas.
Y sentía que en cierto modo hacía el bien. Y se llenaba de satisfacción.
Pronto descubriría que en realidad percibía más que el gozo de una tarea cumplida; otra persona estaba ocupándose especialmente de remitirle lo que no le había llegado.
La muchachada que concurría al taller mecánico de Ruben aseguraba que el mensajero poseía un gemelo maligno que confundía los recados, transmitía los insultos amplificándolos, aplacaba las pasiones, desmantelaba las esperanzas, publicaba los secretos, señalaba a quién realmente se le había escapado un gas.
Al gemelo maligno también lo alcanzó el gozo particular y conoció una persona que con especial interés le remitía aquello que no le había llegado. Porque a los seres de escasa moral también le ocurren cosas buenas.

sábado, 8 de junio de 2019

El show



Pese a mis fútiles intentos, llegué tarde, el espectáculo había comenzado. Pagué la entrada con la torpeza del presuroso; es irritante cuando el ocio muestra su rostro tardío. Una antesala breve aunque turbia y mal iluminada a cuyo final emergía la música me condujo al fondo del bar; ubiqué la barra, situada a la derecha del escenario, donde pedí una cerveza.
Me agrada el lugar, es pequeño y cálido. Luces discretas y suaves salvo en el escenario donde, quizás en parte por culpa de los reflectores bajos, la mayoría de las veces los artistas sudan a mares. Alrededor del proscenio las paredes son de color crema claro. Parece pensado para resaltar a los artistas, pues en el resto del establecimiento ostentan un tono violáceo, casi morado, como sopapeadas hasta el ardor, ornadas con cuadros de grupos musicales de variadas épocas y tendencias. En otra época lucían descarnadas las irregulares formas de los ladrillos desnudos sobre las que podía seguirse con la mirada el trayecto del cableado eléctrico. Frente a la barra, una pantalla gigante replica shows multitudinarios. A un lado, tras un mostrador, se exhiben discos de singulares autores en una estantería, con propósitos comerciales.
Eso sí, cualquier precio pertenece a una realidad patricia y paralela.
En verdad había asistido para ver a una agrupación que se definía como una alternativa a las temáticas simplistas y dogmáticas que dominan los medios, donde el dinero, el sexo, el barrio, las drogas, los placeres mundanos y la vida fácil parecen ser los únicos intereses del hombre. Esta gente enfatizaba la distancia de esa visión, ofreciendo al público una oportunidad para reflexionar, para descubrir hechos de la vida y de la realidad que se hallan negados por ese universo superficial y básico, cual témpano cuya parte visible es más pequeña que la sumergida. Se denominaban “Adam Smith y la Recalcada Blues Band” y elegí aprovechar doblemente la ocasión al haber recibido opiniones muy favorables de la banda telonera.
Desde mi posición debía ladearme para ver el espectáculo, pero no podía quejarme. El escenario, como todos los actuales, era un promontorio menudo hecho de madera entablillada. Menudo tanto en longitud como en estatura: podría concebirse como un sutil desnivel, un peldaño único pero extenso. Cubría sus paredes con coloridas banderas que cruzaban el fucsia con el amarillo más vívido: rodeadas de brillantes festones, a veces amarillos, a veces verdes, promocionaban el nombre, Nergi-X, en letras en azul eléctrico.
Los reflectores frontales parpadeaban en destellos dorados mientras el quinteto mostraba reminiscencias de Blondie y The Go-Go's en su música burbujeante e hiperactiva. La guitarrista, zurda, sacudía su cabeza siguiendo el ritmo al igual que el bajista, quien hacía lo propio con su propio cuerpo, en una simbiótica danza con su instrumento. Focos en tonos rojizos y purpúreos los envolvían. Alrededor de una estructura metálica colgaban guirnaldas y algunos extraños símbolos que simulaban flotar.
Culminó la canción y los cumplidos del público merecieron la sonrisa de la cantante. Entre los vítores y procediendo del fondo distinguí un aplauso grave, sordo, inarmónico, que duró unos pocos segundos.

viernes, 8 de marzo de 2019

El chino



Parecía chino, si acaso no lo era: a la vista del hombre común, los genes le permitían pasar por uno. Las pocas fotografías en las que aparece lo definen como un hombre de atómica estatura, enjuto, de cabello entrecano, cara redonda de piel blanco amarillenta, pómulos tibios con avellanados ojos grises que se alisaban aún más cuando su sonrisa pareja se abría. El hombre se declaraba nacido en China y, contradiciendo el estereotipo, hablaba español e inglés clara y fluidamente; los que dudaban de su origen juraban que provenía de la Banda Oriental. Según sus allegados, era además de manos delgadas y firmes convicciones.
El inicio de la historia demanda remontarse a una de sus últimas apariciones públicas. Durante el ocaso del milenio visitó diferentes ciudades de Estados Unidos a fin de concretar negocios con importantes empresas, en su mayoría vinculadas a los medios audiovisuales. Nueva York, Los Angeles y Washington fueron algunas de las elegidas. En esta última, sobre el cierre de su estadía, visitó la Casa Blanca. Xei Wong, así se llamaba, asistió con su comitiva, compuesta de amigos, socios, testaferros, consejeros, guardaespaldas o todo aquello junto.
El mandatario se encontraba en su oficina cuando una persona de extrema confianza le anunció la presencia del oriental. Suspiró. Aquel nombre poblado de consonantes infrecuentes entre los occidentales era brumoso y fácil de confundir. Para la mayoría de ellos, su rostro también.

—Xei Wong —dijo, fingiendo sorpresa.
—Charles —devolvió el chino, acercándose.

Se dieron la mano enérgicamente, en estudiada camaradería. Ambos tomaron asiento. Dos amigos de Xei Wong permanecieron de pie en la sala.

—Creí que vendrías antes. Has demorado en venir.
—He estado ocupado. Negocios.
—Veo que no pierdes el tiempo. ¿Y qué te trae por aquí?
—Un negocio más.

Charles sonrió.

—Mi secretaria, Lynn, no entra en ningún acuerdo —y guiñó un ojo.
—Tengo una oferta para hacerte —dijo el oriental, y antes que las sonrisas se evaporaran, prosiguió— por Washington.

domingo, 23 de diciembre de 2018

De De Ce



Para la tía Adela, en el comedor, sobre la pared que daba a calle 144, la efigie de Cristo la recibía cada mañana.
Para el tío Humberto, quien solía seguirla desde un Cinzano, ella bordeaba la locura “pero desde adentro”, según decía. Se conformaba con ver que el asunto al menos la mantenía ocupada.
El día que Adela detectó la efigie primero experimentó una sobrecogedora sensación irradiada por la percepción de la existencia de un secreto oculto e inexplicable. Percibió un halo de novedad que persistía en escabullirse; pasó un buen rato escudriñando rincones, cajones y alacenas. Examinó debajo de las mesas, entre las sillas, en las macetas, sobre los anaqueles, tras la vajilla, entre los adornos y las flores de plástico. Miró en todas direcciones en busca de indicios hasta que, sin desearlo realmente, perdióse en la mitad de la pared que corría paralela a la entrada principal.
Entonces abrió los ojos grises y hambrientos. Fijó allí su callada ansiedad por un largo espacio de tiempo, quizás adivinando el lugar, quizás intentando procesar el descubrimiento. La boca apenas abierta develaba un hálito vago y consternado; las mejillas arrugadas lucían imperturbables, la mirada escrutadora parecía marmólea. Pronto, rematando en una sonrisa, revelaría un cataclismo de emoción, del mismo modo que ocurre al reencontrarse con una entrañable amistad.
Si una persona decidía contemplar un instante aquella pared quizás concordara con Adela. Acaso alguien evidenciara dificultades en la apreciación, ella, baqueana, demarcaba los rasgos. Con uno o dos dedos de su mano derecha acariciaba las concavidades de los purísimos ojos, los pómulos divinos, los sacros labios, atoraba sus falanges en la sabia barba, acompañando los gestos con un relato afable y quedo.
La persona descubría un joven en sus treintas de tono dorado pálido, acuoso, intuido. En ocasiones daba la sensación de observar admonitoriamente, pero la mayoría de las veces era un Cristo doliente; unos días ella aseguraba verlo pensante, otros extasiado. Y yo no sé si lo que cambiaba era la expresión, protegida tras el empapelado de flores amarronadas, o la interpretación del gesto.
En el barrio había habido otra aparición, conforme al decir de Agustín, amigo de Guillermo, hijo de la pareja. De acuerdo a lo que oportunamente narrara, la manifestación se había producido en su sartén tras asar una hamburguesa. En el lugar donde el alimento había sido cocido se adivinaba un rostro redondeado, de escasa y prolija barba. Añadió, sonriente, que la imagen daba señales interpretables como tareas a cumplir o generosos despliegues de sabiduría, según la circunstancia. La necesaria permanencia del mensajero, a su juicio, justificaba no lavar el utensilio. Protegió la aparición todo lo que pudo hasta que comenzaron a frecuentarla unos fieles sigilosos de múltiples patas.

jueves, 31 de mayo de 2018

Correctores anónimos



Ella pronunció mi nombre, y con eso sentenció mi turno. Me puse de pie lentamente, de forma burda e irresoluta, apoyándome primero en el asiento, luego presionando sobre él para finalmente asirme del respaldo.
Arrojé un pispeo timorato al auditorio circundante, dispuesto en ronda. Los primeros que vi me contemplaron lastimosamente, supongo que por el frágil espectáculo. Algunos devolvían la mirada, inquisidores. Otros cavilaban en sus pensamientos, buscaban mensajes ocultos en la simetría de los trazos en las baldosas o bautizaban sus dedos, quién sabe. Un par musitaban secretos apenas gesticulados.
La moderadora, rubia, de unos treinta y tantos, embozada en un tailleur crema, reiteraba por enésima vez el ritual. Cruzó las piernas, hizo un ademán con la cabeza en mi dirección y todos, cortésmente, cesaron hasta en los carraspeos.

—Hola, buenas tardes —dije y el saludo rebotó, murmullado, en la docena de asistentes—. Mi nombre es Pablo, tengo treinta y seis años, he trabajado siete como docente y vine porque soy un hombre que en su genética alberga cuantiosas obsesiones. Para aburrirlos un poco, les contaré mi historia.
»Arranqué de chico, tal vez a ustedes también les haya pasado. Lector precoz, ya de pequeño tanteaba a la familia: escuchar "dijistes", "trajistes" y similares voces obligaba a intervenir. Era un chiquito irritante aunque bien intencionado; en general la parentela tendía a la aquiescencia excepto la tía Adela, quien fingía no escucharme. A veces se hacía la sorda. Y después, siempre después, remarcaba las eses. Para mí que lo hacía por eso, porque escuchaba una vocecita aguda y molesta que parecía provenir de sus rodillas gruesas y que encima le dedicaba una reprimenda, porque dejaba alcanzar a sus oídos una punición atiplada entregada por una pesadilla ataviada de niño.
»En la escuela era un alumno correcto, esforzado, silencioso, destacado en Castellano, siempre tenía un diccionario a mano, que, por cierto, consultaba frecuentemente. No recuerdo detalles relevantes, salvo el hallar placer en la lectura durante los tiempos libres y un enorme entusiasmo por conocer términos nuevos.
»Donde se manifestaron accesos incipientes fue en la adolescencia, época en la que la gente de mi edad comenzó a tomar mal el asunto, especialmente los varones. La mudanza a un pueblo mínimo evidenció un cruce de hábitos y costumbres, por entonces algo novedoso para mí, percibido en aquel tiempo como la existencia de un idioma paralelo basado en un sólido dequeísmo aliado a una batería de modismos rurales. Desde ya, el intercambio no ocurrió como pretendía: educar al prójimo, usualmente de manera indeseada e inesperada, no contribuye a forjar amistades. Hubo consonantes en fuga, especialmente des y eses finales, abominaciones como pronunciar "heder" con ge inicial. La hache es muda, no sorda.
»Pero también recibí mi parte del trueque. Hubo chanzas con regusto a desquite, patadas en los picados ligadas a cuestiones extradeportivas. Hubo entreveros que no involucraron polleras, hasta con las chicas. Aprendí, por ejemplo, que "lado" y "lao" pueden ser sinónimos, que "lo qué" puede reemplazar a "qué", que una gabina es lo mismo que una cabina. En consecuencia, imité a la naturaleza y ejercité la adaptación.

miércoles, 25 de enero de 2017

Afortunado



Las tardes de verano ya no son lo que eran, piensa el hombre, mientras una vez más remueve el sudor persistente en su frente y cuello. Interpretado como una perversa manifestación de dominancia, el fluido también halla fascinación al rellenar su contorno en la cama. Respira lento, aguantando el aire tibio en los pulmones, mientras anhela el descenso del sol para una bocanada álgida. Entretanto, el ventilador chirría en cada giro el abuso de labor y en su protesta apenas revuelve el bochorno en la habitación.
Escucha (o cree escuchar) una voz en una radio cercana, donde la locutora se queja por los sesenta grados de temperatura y por una cantidad afín, aunque levemente superior, de sensación térmica. El hombre se pregunta cuál es la razón que sostiene dos valores diferentes basados en una única condición. Al fin y al cabo, agrega para sí, siento un solo calor, pero qué calor, y destila pullas inaudibles.
El hombre, seco, amarillento y anguloso, que supone su peso mayor de lo que es en realidad, parpadea repetidas veces antes de levantarse esforzadamente en busca de un vaso de agua. Gira hacia su lado derecho apoyado en las coyunturas, logra sentarse en la pantanosa cama, enfunda los pies en sus pantuflas de tela, y las arrastra imprudentemente para evitar que la viscosa puerta de caoba continúe alejándose. De una manera u otra alcanza el vestíbulo, donde por un instante confunde el cuadro del paisaje campestre con una ventana mientras las líneas celestes del empapelado bailan, y enfila hacia la cocina.
Los grifos refunfuñan sin ofrecer nada más; sumarios, apenas entregan un ronquido espaciado, por tandas, y tan seco y aprensivo como sus conductos. Fastidiado, abre la heladera para beber un vaso de vino blanco que quedó de la noche anterior. Escanciada de un trago, la frescura anima una segunda ronda. Entonces el techo y las paredes, que se habían hinchado en torno a él hasta casi tocarlo, comprenden de prudencia y comienzan a alejarse.

viernes, 19 de agosto de 2016

Hallazgo



En la orilla, a causa del aire que del río provenía, el frío resecaba la piel. Los niños, ávidos de explorar y correr, elegían ignorarlo y entretenerse un rato. El lugar, de todos modos, era feo. Pasado el malecón nacía una costa breve y de arena tenebrosa, receptora de una oleosa y sombría marea rociada de plomiza espuma. El líquido se ocupaba, escrupulosamente, de acarrear residuos entre la margen y mar adentro. A la distancia, un muelle podrido y mutilado parecía flotar al mismo tiempo que contaba sus añosas historias de pescadores y botes amarrados.
La muralla se extendía, inasible, en ambas direcciones por kilómetros, y se salpicaba de grupos lejanos y agrupados: amigos en su tiempo libre, paseanderos con sus equipos de mate y hasta quienes osaban desafiar las posibilidades biológicas del río con sus cañas de pesca.
Se iba el sol y sobre el horizonte los cargueros encendieron sus luces, que contrastaban con sus débiles siluetas aún discernibles en el gesto traslúcido de la niebla.
Uno de los niños divisó, entre la negrura de la arena, los camalotes, latas y botellas, una pequeña caja, luminosa como un dolmen en un llano. Se hallaba distante de la orilla, en un ínfimo islote separado por un vado de indiscernible profundidad. Sus vocinglerías alertaron a sus padres, quienes a la distancia percibieron algún valor en ella y, en arrebatos de aventura, eligieron ir a buscarla.
Fueron necesarios un par de brincos para alcanzar el islote; el barro resbaladizo y la diferencia de altura en favor del cayo pretendieron dificultar la misión mediante un sutil tropiezo. El padre retornó al grupo con los premios; un semblante grave, hierático, y la caja en cuestión.
De dimensiones reducidas, estaba confeccionada de una madera delgada, vulgar, provista de una base más extensa y gruesa que el resto del cuerpo. La humedad había hinchado la sustancia en uno de los lados, aunque se conservaba en bastante buen estado. Cabía presumir que no había pasado mucho tiempo allí; en aquel paraje mugroso, su color límpido la delataba. No tenía tapa –quizás ya fuera propiedad del mar– y contenía restos de barro, cuyo peso le habrá permitido mantenerse de costado. Fuera de los detalles estéticos, el interior estaba completamente vacío.
El hombre les señaló su hallazgo. Sobre la cara externa que diariamente gozaba del sol, se bañaba en el río y contemplaba los barcos, una etiqueta, originalmente blanquecina, revelaba letras cerúleas garabateadas en renglones breves y desapasionados.

Aún legible, el texto decía: "Ana María B..., 18/05/2016".
El grupo, imitando al antecesor, la olvidó en aquella orilla.

lunes, 20 de junio de 2016

De por Qadesh



Soy un hombre huraño.
Por eso, sin prolegómenos ni demoras, contaré mi historia.
Fue un domingo, cerca del mediodía, tres semanas atrás. Compartía mi fastidio y mi presente y futuro inmediato con medio millar de seres en un popular mercado. Familias enteras como cardúmenes, observándolo todo con ojos amplios, empujando carros repletos de productos, colisionando unos contra otros, en un andar parsimonioso y torpe en busca de un capricho o un artículo a veces útil, a veces bonito.
Ay, Santiago, lo hacés para irritarme. Y te sale magnífico. Odio este sempiterno peregrinar entre seductores artículos que no me interesan y cuya única razón es robarme la atención, el dinero, el tiempo. Odio ese desplazamiento tardo, impasible, de anélido, tan característico del ambiente y del horario. Odio padecer en pretendido estoicismo las pesadas esperas que nos retienen para abandonar el lugar.
En el cénit de mi hartazgo argüí un tibio interés por los equipos de audio y me alejé de él. Sos un pez más, empujando tu carrito y soñando y relatando tus proyectos al aire, pensé, mientras su figura se diluía entre las estanterías.
Pasé por el sector de carnicería y me distraje unos segundos observando los cortes. Admito que las mollejas tenían buen aspecto por más que haya ponderado precios y conveniencia en plena apatía. Vacilé entre llevarlas o no; a mi entender, pese a su costo, era digno de gratificarme, o mejor aún, de ser compensado. Debí postergar mi decisión, mi acto de ecuanimidad, de balance cósmico, de justicia, pues fui interrumpido por una voz familiar que me llamaba; arqueé las cejas, respiré hondo, y cuando estuve listo giré en dirección de Santiago. Tal vez quería mi opinión en el color de un juego de sábanas o de platos, pero ya no importaba: no lo encontré. No divisé otros peces tampoco.
Me hallaba en un valle ligeramente cóncavo, árido y caluroso. Soplaba un viento intenso que espolvoreaba la tierra en urgentes remolinos y la vegetación, mayormente seca, era frondosa donde existía; no había llovido en un tiempo prolongado. Sobre un colchón de pasto alto y crujiente se dispersaban irregularmente árboles flacos de ramas altas en las que contadas aves representaban mi mejor compañía. Discernía dunas si las polvorientas nubes cedían la visión. Arbustos menudos de retraídas hojas moteaban el paisaje.
Azorado, observaba en todas direcciones buscando familiaridades, elementos reminiscentes, comunes, próximos en un paraje que me lucía inverosímil, imposible, ajeno y retirado. Sin nada mejor que hacer y para acallar la angustia comencé a caminar hacia el promontorio más pronunciado. Suponía que desde una mayor altura sería capaz de examinar convenientemente la zona y mis opciones.
Una vez alcanzado el monte descubrí una nueva llanura donde la soledad pertenecía al pasado. Sobre el borde derecho de ese inmenso cuenco, protegido tras un vallado, un campamento me miraba, hosco. Amenazador y vasto, claramente se distinguía como base militar, poblada de soldados de armadura ligera, caballos, carros, lanceros. En alguna parte tras la empalizada músicos los arengaban.

jueves, 29 de octubre de 2015

Restitución

La historia la refiere Ceferino Pereira, arriero de profesión. Quisieron los hados que una ventosa tarde de enero volviéramos a vernos; una ruidosa y desventurada cantina fue el escenario, dos ginebras la excusa. Hablamos, animada y pertinentemente, de bueyes perdidos, de menudencias y de lo fortuito del encuentro. Así, en el acto de ponernos al día, me resulta imposible evocar cómo decantamos en el tema. Lo más probable es que, con la anuencia de las libaciones, el tema, arriándonos cual ganado, nos guiase hacia él.
Eludiendo los vahos y la desmemoria, citó una pretérita expedición bonaerense donde conoció a un tal Efraín Alvear, quien le narrara una circunstancia acaecida a su vecino, habitantes ellos de una localidad emplazada cerca de Banderaló, bien al oeste de la provincia, casi derramándose sobre La Pampa.
Ceferino definió una urbe cuyo nombre rehúye mis pensamientos, de extensión tan ínfima como la cantidad de sus habitantes, de aquellas donde en el verano la resolana determina la actividad diaria, dotadas de más bares que comercios, de aquellas donde quienes no duermen la siesta a su modo honran la molicie.
Introdujo en su relato a don Julio, protagonista principal de la historia y cuya morada era una por demás vasta estancia próxima al pueblo. Lo nombró de esa manera, sin más que un título y un nombre de pila. No proveyó un patronímico siquiera; presionado, dio a entender que descendía de patricio linaje.
Aquel personaje, apenas hundido en sus sesentas, se licuaba en el aire de tan finito. Unos pocos rulos albos actuaban de cabellera completa si vestía sombrero. En su juventud fue un mozo alto y elegante: al momento de la historia arrimaba al metro sesenta, culpa de la contumacia de su espalda, emperrada en hacerlo preferir una figura menguante.
De su historia personal poco puede decirse, si abundan las elucubraciones. La gente lo saludaba prefiriendo el temor al respeto: lejos de la fastuosidad, del garbo y la elegancia, aprendió a vistear antes que a vestirse. Simpatizó con la gente equivocada, farisaica y pendenciera. Los años se quedaron en el intento de aplacar su carácter tinto y volátil que, según los pueblerinos, cargaba con el peso de un par de puntazos determinantes. Había quienes, en aras de justificar ese temple, lo definían como un bastardo fundándose en la acepción más insultante. Con todo, había heredado el terreno de su padre, y su padre de su abuelo, y éste de su bisabuelo: el rastro prosigue, repetitivo e isócrono, de la mano de todos los primogénitos varones reculando hasta la Conquista al Desierto.
La tarde del suceso, don Julio, sentado cerca de la parra, buscó refugio ante una lluvia inminente. En principio reposada, dejaba degustar la fragancia de la tierra húmeda resaltando los matices verdosos de la vegetación y el dorado de las caléndulas. Fue capaz de escuchar los cerdos chapotear en el fango y controlar el galbanoso arrastre del molino en prolongadas quejas.
De pronto, la bestialidad: el cielo se opacó prolongándose en una ruidosa muralla traslúcida ante un soplido helado, intolerante e impenetrable consagrado a arrastrar cuanto pudiera. El molino perdió la razón; temblaron luces y ventanas. Ecos del pavor animal alcanzaron sus oídos.
Varios chispazos brillantes, reiterados y enceguecedores, lo forzaron a entrecerrar los ojos: el rayo caía muy cerca de su ubicación. Estremecido, en el momento en que la purísima luz lo llenaba todo, avistó, a unos veinte metros de su ubicación, un contorno humano. Usaba una lanza de bastón, vestía un pañuelo en la frente y lo cubría un largo tapado. Quizás estuviera descalzo. De semblante grave, se veía débil y chupado, ruinoso y cansado.

domingo, 9 de agosto de 2015

Sorteo


Aquella mañana el pueblo se levantó, como casi siempre, con la voz rasposa de Alejandro, quien, desde su programa radial, comenzó con una retahíla de chistes de tercera categoría vinculados a las canciones folklóricas que sonaron en la jornada hasta que sacó de la modorra al pueblo con su original propuesta.
Presa de una singular algarabía, mencionó un caballo joven, sin nombre ni marcas particulares, de unos cuatrocientos kilos de peso y alrededor de un metro setenta de estatura, perteneciente a don Serafín Maidana, que sería regalado a la primera persona que acertara su color. Como única pista agregó que la tonalidad comenzaba con la segunda vocal del alfabeto y determinó como plazo perentorio e impostergable el mediodía.
Pronto el rumor se diseminó por las calles y los negocios, los bares y los talleres. Se comentó escuetamente el tema, en parte por el sueño breve, en parte por la apuesta de cada uno por su propia buena ventura. Rostros contritos y elusivos optaron por platicar sobre el fútbol regional o sobre el cumpleaños de quince de la hija menor del gerente del banco.
Conforme el amanecer se tornaba historia y con el ofrecimiento aún en pie, se indagaron unos a otros sin distinción de oficio ni profesión. Plomeros y electricistas, médicos y contadores, todos se miraban con caras egoístas, intrigantes, dubitativas e incluso jocosas. De mofas y chanzas iba la cosa, pues no hallaron quien asegurara poseer una réplica adecuada.
A media mañana, el revuelto avispero había retornado a su habitual placidez; aquel mundo eligió por entonces girar sobre sus incontables ejes.
Viendo la escasa repercusión del convite, Alejandro intentó motivar a su audiencia asegurando que la respuesta era fácil, y sugirió concentrarse en los matices menos luminosos. Se comunicó telefónicamente con don Serafín para confirmar el sorteo y contar con su pública aquiescencia.

viernes, 31 de octubre de 2014

Legumbres


Probablemente usted no lo recuerde, pero para eso estoy yo, para refrescarle la memoria. Se llama Ricardo Alves da Caipirinha, mejor conocido como Figueredo. ¿Ahora le suena de algún lado? De diez jugaba, de diez, le hablo de cuando los dieces existían: cuando había un deportista que ordenaba las jugadas, no como ahora que son robots huecos y predecibles que tocan para atrás esperando que el otro se equivoque. Un diez, especie extinta, capaz de soportar codazos, alfileres y patadas; criatura genial, romántica e idealista que, a fuerza de regates y pases, supo ser el orfebre de la emoción, la gloria, la pasión, la excitación, en fin, lo lindo y mágico del fútbol.
Era oriundo de San Pablo y mire lo que son las cosas, era hijo único nacido en el seno de una familia acomodada. Dios sabrá para qué y por qué nos lleva por donde nos lleva, pero el mimado eligió mimar al resto. Ya de chico, decía la madre, el niño evidenciaba un desapego material, era humilde y austero, apegado hacia lo popular. Jugaba con otros niños que no eran de su barrio ni de su clase social. También, por supuesto, conoció el fútbol a través de ellos, y regalaría tantas gambetas como juguetes.
Usted sabrá, el chiquito aprendía rápido. Pronto comenzó a descollar, favorecido por su físico menudo y finito como una garrapata: atravesaba esos escrupulosos resquicios entre los rivales mejor aún que el viento. Adoptó gran destreza técnica y demostró sobresalir claramente por sobre sus pares. No tardó en cambiar su entorno para jugar con muchachos mayores que él, donde mostraba su preferencia por el fútbol lujoso. Pases milimétricos sin mirar, quiebres de cintura inesperados, fintas imposibles: la pelota en sus pies desafiaba las convenciones de la materia. Con frecuencia los vecinos se detenían a observar los encuentros. En muchas de esas ocasiones se oyeron aplausos.
Sus defectos, que por supuesto tenía, dieron para horas y horas de café en los bares paulistas. El tiempo se encargó de magnificarlos, de castigarlo duramente, de cubrir sus virtudes bajo una pátina descalificadora. Me gustaría ser imparcial, pero le tengo un gran afecto al pibe, siempre luchó contra las adversidades y encima es una gran persona. Acepto, pues, que además de pasar poco el balón y ser extremadamente controlador del juego, su velocidad solía ser duramente cuestionada. Brunildo Aorta, célebre DT de inferiores, dijo una vez: “he de admitir que correr no era lo suyo, ni siquiera cuando tenía ganas”. Conozco gente que se ofendió al escuchar el testimonio de un argentino, concretamente porteño, que juró haber visto jugar a Figueredo frente a Vasco da Gama. En su opinión, el enano de piedra que custodia el jardín de su casa en Balvanera le hubiera ganado en los cien metros llanos. Su amigo, también porteño, concordó, al tiempo que vaticinó el triunfo del enano por esa misma distancia como diferencia. Pero no vale la pena enojarse por un porteño, mucho menos por dos, si nadie les cree: piensan que Dios nació un 30 de octubre.
Cumplidos los trece años, Figueredo fue a probarse al club San Pablo. Obvio que pasó las pruebas de admisión con éxito. Quizás le aburra saber que tuvo dulces años en las inferiores del San Pablo, que lo colmaron de reconocimientos y disfrutó numerosos títulos. Las dificultades arreciaron después, cuando llegada cierta edad sus defectos le trabaron el camino al éxito: su escasa predisposición al vértigo era el ingrediente principal para conjurar el hechizo contra el salto a primera división. Tenía veinticinco años; sus primeros compañeros ya habían debutado en primera y él no. El preparador físico diseñó una estrategia de trabajo para él. A los pocos meses se vieron los primeros resultados: su velocidad había aumentado, pero no era suficiente.

martes, 2 de julio de 2013

La niña

Llegó con las flamas tornasoladas del atardecer y camuflada bajo la tierra colorada que la sudoración invitó, habiendo dejado tras de sí kilómetros de polvareda. Cargaba consigo un pequeño morral de cuero negro y una tribulación intensa que parcialmente disimulaba su agotamiento.
En la recepción averiguó el número del cuarto y se internó en el ambiente aséptico, cruzando personas y diálogos ajenos; las multitudes deambulaban, algunas no tan metafóricamente, en sus disquisiciones. Se repartían en grupos aunados en sensaciones consonantes; veía rostros acongojados, inquisidores, angustiados, agotados, perdidos.
Un postrer esfuerzo de escaleras la dejó en el hall. Al fondo, una comunión de ojos familiares calló al reconocerla. En ese ambiente incómodo, de afecto simulado, un par de ojos inició una poco interesante relación social con ella. Varios ojos colindantes se sumaron a la conversación.
Ella, naturalmente, tenía otro interés para el cual aquellos órganos representaban un obstáculo. Quería franquear la puerta, aunque ellos la retenían. Finalmente, con un “permiso”, seco y amargo, aunado a una veloz maniobra, se alejó de las disuasiones y entró en la habitación, donde la esperaba su padre, para quien el tiempo bosquejaba una medida irrelevante.
Aunque duró un segundo, la imagen la golpeó. Sus ojos torrentosos de niña casi adolescente se cruzaron con un cuerpo disfrazado con cánulas y prolongado en cables y sueros. Unas luces copiaban la orografía serrana en una pantalla verde. Desvió su mirada al pecho, donde percibió una respiración casi aparente.
Enceguecida por un relámpago vertiginoso de recuerdos, las felices tardes en bicicleta en la plaza, los cumpleaños veraniegos, los abrazos y las promesas, las canciones y los cuentos, los juegos compartidos y las veces que lo hizo enfadar se entremezclaron en el frío fulgor.
Mientras la enfermera, enfundada en un ambo opalino, la acompañaba hacia la salida de la habitación, la niña halló el relicario en su morral y tomó el rosario que contenía. Apretó sus labios y la cruz con todas sus fuerzas. Primero sintió un calor intenso y abrasador en dos o tres puntos de la palma. No tardó en sobrevenir el dolor, pero aguantó y mantuvo el puño cerrado. Luego, con la mano temblorosa pero aún negando la visión de la cruz, llegó el alivio: la extremidad le dolía más que el pecho. La abrió y vio tres pequeñas mellas sanguinolentas y despellejadas, coincidentes con tres de las cuatro puntas de la cruz.
Marta, su tía, le había solicitado que la esperara para ir y que rezara, que tuviera fe, que le pidiera a Dios. La niña entrelazó sus dedos y, mirando al cielo, que por entonces desnudaba una luna menguante, comenzó a balbucear, a ensayar una torpe súplica por el que se apagaba.