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domingo, 13 de enero de 2013

Justa


Hoy es mi cumpleaños y no tengo ganas de escribir, así que dejo un cuento que algunos visitantes de este espacio conocen. Es bastante más largo que el resto de mis relatos (3500 palabras aproximadamente, contra las 1500-1700 habituales) y más delirante. Lectores, dense por advertidos.

Prevenciones preliminares

La verdad, tan esquiva al recupero del pasado, tan obcecada ante la curiosidad de los mortales, prosigue impasible en las sombras, silenciosa, custodiada por la indiferencia y la ignorancia. En limitadas ocasiones su guardia es burlada, los misteriosos arcanos son liberados y, al menos por un instante, cae el velo oscurantista. En el caso que nos toca, la estricta vigilancia demanda vías alternativas regidas por el escaso material encontrado, cavilaciones, inferencias y la mera imaginación; A duras penas evitan que el manto se confunda con una gruesa y pesada cortina. Enhorabuena, pues: en las líneas que siguen se ha recopilado la tenaz y esforzada labor de investigadores, antropólogos y estudiosos de prestigiosas universidades y museos procedentes de todas partes del globo, quienes, pese a haber encontrado escasos vestigios de las civilizaciones que participan en la narración, desairaron la mentada protección y se atrevieron a quitar el velo, contribuyendo invalorablemente en la reconstrucción de la historia. Las fuentes escritas halladas cobraron gran valor también; debe mencionarse la obra de Cayo Litigio Alberto, obscuro poeta, historiador y jurisconsulto romano, testigo de la historia por su carácter de frecuente viajero.
Acaso este relato prevaleciera sumido en la carestía del conocimiento, en la privación del sinergético aporte humano antes mencionado, no existiría como revisión histórica; Merodearía los bañados que circundan al reino de la fantasía. Por tanto, quien suscribe, que no es sino un mediocre orfebre de oraciones y compendiador de realidades e ilusiones, un individuo volcado al acto de trasuntar testimonios, un sujeto que ensaya rescatar del olvido algunas páginas del pasado esperando al menos echar luz sobre el manto, o un guardián del “copiar y pegar”, conforme a la opinión de una caterva de suspicaces afectos a los vocablos peyorativos, se siente en la necesidad de manifestar su gratitud a quienes han asistido, auxiliado y colaborado en la liberación de la denostada cautiva. A todos ellos, infinitas gracias.

Aproximadamente un par de milenios atrás, en alguna parte del sudoeste de lo que actualmente constituye el continente asiático, dos civilizaciones en crecimiento, conscientes de sus fortalezas y sus debilidades, aunaron fuerzas para convivir en forma amistosa: Los tinios y los derseos. Los primeros eran hábiles agricultores, mientras que los derseos, de carácter nómade y de menor población, sobresalían en la caza. Se apropiaron de una pequeña extensión de tierra; conforme las necesidades aumentaron, el este los vio acercarse, dominando y anexando posesiones  a su imperio en ciernes.
Hacia el año 1 A.C., se especula, ese fuerte vínculo comenzó a resquebrajarse. Quizás la codicia los encegueció, o surgieron disputas políticas, sociales o gubernamentales, o el clima bélico y el meteorológico coincidieron en evitar la buena fortuna, o se hizo demasiado evidente la escasez de jóvenes derseas, o qué. Insignificantes rencillas dieron lugar a criterios opuestos, a desagradables enconos, a predecibles, casi rutinarias reyertas, desembocando en profundas e intolerables diferencias, donde la acumulación de odio y rencor, al rebalsar, desbordó malicia y desconfianza.
No pasó mucho tiempo antes de que los otrora hermanados se enfrentaran. Las amargas y resentidas discusiones trocaron en agresivas afrentas, convergiendo en cohortes de ira ahogada en sangre durante años, según consta Cayo Litigio Alberto en su narración titulada “Sangre”. La pugna se perpetuaba hasta que, tras eternos años de contumaz masacre y dolor, acordaron una forzada tregua, evitando que los codiciosos moradores de los alrededores, ávidos de revancha, aprovecharan las debilidades de ambos.
En ese tenso escenario, retraídos a una pequeña parcela separada unos pocos kilómetros de distancia de sus más recientes rivales, los tinios renunciaron al belicismo para hacer énfasis en un resurgimiento de su aniquilado pueblo, apostando al comercio, las ciencias, practicar la religión, y, por supuesto, dedicarse a la agricultura. Alcanzaron interesantes progresos: convirtieron su aldea en una importante ciudad, dotándola de calles, acequias y acueductos, e inventaron nuevas herramientas para labrar la tierra. Tras desarrollar conocimientos en alfarería, construyeron pequeños toneles de arcilla cuyo fin era preservar agua en caso de sequías.
Por su parte, los derseos estaban planeando adiestrar bebés en el uso de arcos y flechas, cuando el Sabio Mayor propuso espiar a los viejos vecinos. Sugirió infiltrar individuos que aparentaran ser vendedores ambulantes, guerreros nómadas, esclavos prófugos o viajeros. Una vez dentro de la ciudad, aclaró, podría llevarse a cabo una fabulosa pesquisa que sirviera para acabar con los tinios. Conociendo de antemano los movimientos de los pérfidos tinios (“pérfidos” según la visión del Sabio Mayor, como rescata Cayo Litigio Alberto en su obra “Pérfidos Tinios”), podía elaborarse una estrategia militar adecuada a sus ambiciones. La idea fue aceptada, analizada, planificada meticulosamente y puesta en marcha casi de inmediato, tan pronto los bebés –ya niños– aprendieron sobre la trascendencia del comercio.
Mercaderes derseos simulando ser vendedores errantes visitaron la urbe en busca de información. Mientras vendían sus artículos monitoreaban los alrededores y conversaban animadamente con los lugareños. Pese a la reticencia de la mayoría de los habitantes, averiguaron que los tinios habían creado una hermosa estatua en honor a Suiren, y un magnífico altar en la plaza en el que cientos de personas oraban en su nombre.
Suiren era un dios supremo, el más importante de aquella religión, dotado de infinito poder y sabiduría. Era el magnánimo creador del universo, a cuya autoridad respondía una docena de deidades menores asociadas a diferentes actividades y condiciones, como agricultura, fertilidad, guerra, artes, el hogar, y los excesos.
El rey derseo estalló en cólera al enterarse de estos avances, y, presumiblemente dominado por el pánico, o acaso la envidia, ordenó construir una suntuosa y costosa edificación en honor a Suiren. Además un regio altar, de mayores dimensiones que el que se hallaba en la plaza de la ciudad rival, engalanó la propia.
Así fue. Durante meses erigieron febrilmente una catedral colosal, lujosa, imponente, que invitaba a los pobladores a pasar gran parte del tiempo orando dentro de ella. En la plaza central, frente al templo, el altar rodeaba una efigie de Suiren, constituyendo su límite, divisable a varios kilómetros.
Se cree que estas construcciones dieron origen a una época donde las tribus abrazaron la abundancia. Afloraron las riquezas en todas las áreas; descollaron en las artes, muchos ciudadanos impulsaron sus sueños de actuar, escribir o incursionar en la música. Los cultivos, beneficiados por un clima ideal, alcanzaron registros históricos, a tal punto que faltó espacio físico para acopiar las cosechas. Como consecuencia de la bonanza, el ganado se multiplicó considerablemente. Las más exóticas especias, fruto del comercio, se encontraban en cualquier hogar. Numerosas festividades en honor a los dioses fueron celebradas, en las que se dedicaron cánticos como muestra de agradecimiento. Ishael, diosa de la fertilidad, pobló las naciones con su gracia; Araq, dios de la paz, llevó el olvido y el perdón a los corazones en disputa.
La tregua, ataviada en su vestido de concordia, acercó, por voluntad de los derseos, a ambos pueblos, que comenzaron a comerciar entre ellos. Los tinios, recelosos, advirtieron –o creyeron divisar– un esbozo de maniobra militar de sus antiguos aliados. Rápidos de reflejos, buscaron mantener el acuerdo sin levantar sospechas y procuraron ponerse al día sobre los derseos, sus intenciones y su misterioso nuevo jubiloso carácter, así como el sorprendente florecimiento de su nación.
Hablando con comerciantes de pueblos lindantes, los tinios ratificaron el inusual brío pacifista que regulaba la vida de los derseos. Peor aún que ese proceder considerado ajeno a sus colindantes fue enterarse de la existencia de la catedral y el ara que los derseos habían construido. Los rumores de prosperidad se cimentaban en aquellas magníficas obras, creciendo y confirmándose en el cénit de las mismas.
Pues qué mejor que buscar certezas para corroborar los rumores, habrán pensado los tinios, y redoblaron la apuesta. Su catedral permaneció abierta a toda hora y establecieron jornadas rotativas de oración. Asimismo realizaron ofrendas frente al altar donde también tuvieron lugar libaciones, vertiendo aceites y vinos. Allí dejaban los mejores frutos de su cosecha y agradecían a los dioses.
Algún tiempo después, merced a grabados hallados en las ruinas, se supo que los derseos no fueron menos: utilizando sus rudimentarios conocimientos de agricultura, colocaron sus mejores frutos y agregaron otros provenientes de diversas latitudes y que intercambiaron con otras civilizaciones.
Con el tiempo, los tinios complementaron con animales sus ofrendas, de régimen diario por entonces. Bueyes y vacas eran los considerados preferidos por sus salvadores. Los derseos, alertas, rápidamente hicieron lo propio: ubicados en una línea de razonamiento basada en la que dio origen a su dádiva de frutos, adquirieron animales de lejanas procedencias, como cebras, para el sacrificio.
Un día, tras un tiempo sin respuestas favorables de los dioses, los tinios ofrendaron la vida de una virgen. Los derseos, carentes de ideas, buscaron imitarlos: a regañadientes, hicieron lo propio pero con dos vírgenes.
Arqueólogos e historiadores señalan este período como el que concentró mayor pobreza en ambas culturas. Tal vez la presunción de la ira de los dioses haya provocado más temor, presión y carencia de ideas. Veamos qué ocurrió en los bandos.
Por el lado tinio, dádivas y sacrificios mermaron tan pronto las candidatas comenzaron a escasear. Unas pocas, ejercitando un amor incondicional a su patria y a los protagonistas de su fe, acataron los designios del rey y sus adláteres. Otras afirmaban haber perdido su virtud con tal de salvar su vida. La mayoría se negó, cobijada en el afecto de su familia. Rápido de reflejos, el gobierno montó una selección arbitraria de postulantes, mediante la cual generaron una lista cronológica que posteriormente fue publicada. Cada diez días, una joven sería sacrificada para apaciguar la ira de los dioses.
Ante este aciago porvenir, y sin perder tiempo, las núbiles, en muchos casos ayudadas por sus familiares o amigos, se unieron en la desgracia, y a través de su improvisada y joven líder, cuyo nombre no trascendió pero que llamaré Celia, obtuvieron una audiencia con el rey.
En aquella reunión Celia propuso sutilmente descartar la matanza femenina en favor de sacrificios menos sanguinarios y concluyentes, facilitando la práctica de otros, como por ejemplo el ayuno. Un ser humano entregado en sacrificio ya no era útil a su sociedad; no podía orar, ni agradecer a los dioses, ni realizar ofrendas, ni trabajar, mucho menos luchar por su patria. En el particular caso de las mujeres, no habría quien engendrara hijos, condenando el futuro de la nación.
Por su parte, los asesores del rey afirmaban que la situación demandaba sacrificios muy importantes, como los humanos; que el entregarse a los dioses era el mayor honor al que un mortal podía acceder y la mejor de sus ofrendas. Pronto los dioses oirían el clamor tinio y los hados sonreirían en sus rostros, sin olvidar que los territorios a anexar en futuras conquistas proveerían mujeres suficientes.
Presentados los argumentos, el rey eligió meditar unos días su decisión final. Durante aquel intervalo prometió que ninguna mujer sería sacrificada.
Celia reunió a las representadas y las puso al corriente. No aguardarían la voluntad de su soberano. Habrán considerado que su esposa, fiel a su marido, representaba una estéril influencia, y sopesadas las opciones, barruntaron que la medida cobraría un tinte rojizo. Entonces, según afirma Lars Van Basten, historiador danés, las jóvenes aprovecharon esos días poniendo en marcha un plan con el propósito de fugarse. Mezclando inteligencia, seducción y tácticas de distracción, obtuvieron un número de armas y provisiones suficientes para encabezar el escape.
Agrega Van Basten que la fuga se concretó durante una noche y que pese a haber estado muy bien organizada, sufrió un importante número de bajas. Algunas mujeres cayeron en feroz combate, otras ni siquiera llegaron a intentar escapar. Empero, un grupo numeroso logró robar todos los caballos y huir en dirección desconocida.
Por el lado derseo poco puede agregarse. La historia no abunda en detalles sobre este aspecto de su civilización. Siempre existió el rumor acerca de la escasez de núbiles entre su gente; y que además el agitado carácter de las féminas impuso un retorno a ofrendas más tradicionales.
Sin mujeres casaderas ni animales, diezmados y carentes de tropas, ambos bandos habrían considerado reunirse nuevamente. En una entrevista para la BBC, el arqueólogo uruguayo Robert Varela apoyó esta teoría. En aquella ocasión señaló que emisarios tinios formalizaron la propuesta y lideraron las negociaciones. Fijada la reunión en territorio neutral al día siguiente, se trataron los temas básicos: gobierno, sociedad, economía, división de tareas, búsqueda de nuevas mujeres. Tras horas de cabildeos y fingida deliberación, los derseos acordaron unirse; incluso se proyectó formar una única capital con ambas ciudades principales. Por un indeterminado lapso de tiempo, que duraría hasta la fundación de la nueva metrópoli, convivirían en espacio tinio. A los pactos le prosiguieron tres austeros días de festejos con sus noches. Bardos escribieron poemas y canciones honrando la nueva alianza masculina, única en el mundo conocido; sobre los sueños de gloria eterna, del final de las penurias, las conquistas que vendrían, sobre reinados inconmensurables y acerca de los tiempos de bonanza por venir. Reconocieron a los dioses como razón fundamental para volver a juntarse. Se crearon nuevas danzas y cánticos de guerra en torno a la buena noticia.
La armonía mantuvo fusionadas a las tribus hasta que una banda de criminales robó alimentos ofrecidos a Suiren que habían sido colocados en el ara que lideraba la plaza central. Allí mismo comenzó una gresca donde las más valiosas armas, los puños de los luchadores y la arena en los ojos, cobraron preponderancia, hasta que finalmente los ofensores fueron superados en número, reducidos y capturados.
Se hicieron los arreglos para someter a los criminales –que posteriormente se supo eran de origen derseo– a un juicio en asamblea pública, que tuvo lugar al día siguiente.
Lucas Okocha, investigador nigeriano que durante años ha analizado los pormenores de estas culturas, revela datos poco conocidos del juicio.
“Aquella prístina mañana, jerarcas, asesores, jueces y el pueblo llenaron el Palacio Legislativo. En el recinto, todo el mundo se acomodó por clase social, pero, curiosamente, de un lado quedaron los que en su momento integraron la tribu de los derseos, y del lado de enfrente, los tinios, dejando entrever que lo que estaba en juego era más que la sanción de un delito.
Desde un principio, el juicio se planteó de forma diferente a lo esperado. La defensa de los delincuentes la conformaron sus compatriotas derseos, quienes bregaban por penas morigeradas en el caso más severo. Los tinios deseaban el fervoroso cumplimiento de las leyes, fueran tácitas o escritas; cualquier decisión ceñida a otras normas sentaría un espurio precedente. Pese a sus intenciones contrapuestas, las partes se mostraron con disposición al diálogo, aún intuyendo la respuesta negativa del otro.
Los consejeros del rey tinio propusieron la pena que habían estado aplicando entre los suyos: la ejecución lisa y llana de los agresores. Rechazada por brutal, añadieron en su favor que podría llevarse a cabo siguiendo los rituales de un sacrificio humano, satisfaciendo a los dioses y purgando de culpa las almas. No concordaron en los aspectos formales del rito.
Los derseos contraatacaron con la idea de devolver lo robado, añadiendo castigos corporales como compensación. Se infiere que fue rechazada a causa del contexto socioeconómico que atravesaban. Lejos de ser una sanción ejemplificadora, cabía la posibilidad que desatara una avalancha de robos.
Otra sugerencia fue que los imputados realizaran una prueba. Consistía en caminar por sobre el acantilado que separaba su ciudad de Harvos, la capital del pueblo vecino, los Hoksos. Si lo lograban, eran inocentes, e incluso podían regresar tomando el mismo camino. Se descartó mayormente por los potenciales conflictos entre las tribus.
Entre los asesores derseos nació la idea de asignarles una mayor carga laboral y trabajos más pesados durante un tiempo prolongado. Contó con mucha aprobación, y ambas partes, satisfechas, comenzaron a convenir los plazos.
En medio de los arreglos, un soldado se quejó y dijo preferir la época cuando eran dos civilizaciones separadas. Agregó haberse enterado a través de un mercader que las poblaciones linderas se burlaban de ellos al considerar que eran una nación conformada por demasiados hombres solos con dos reyes al mando.
Murmullos invadieron la sala. Algunos, exaltados, maldijeron al diciente. Los monarcas pidieron silencio. El rey tinio tomó la palabra.
En breve discurso, declaró su sorpresa y confesó sentirse ofendido por el comentario, aunque admitió la contingente veracidad del mismo. Por tal motivo, agradeció el valor del guerrero y lo nombró asesor frente a una multitud pasmada. Pero Eroxos, general de las viejas tropas derseas, reconoció al flamante consejero e informó al rey derseo, quien ordenó su ejecución.”
Era de esperar. La violenta escisión había renacido. De las heridas que nunca restañaron en su totalidad brotó nuevamente el amargo sabor de la hiel.
El caos lo dominó todo, asegura Lucas Okocha. La multitud luchaba a puño limpio; los guerreros lo hacían a muerte, con sus espadas; los esclavos ahorcaban a otros con sus cuerdas, cadenas, o simplemente sus manos; los jueces se sentenciaban entre ellos; el rey derseo pereció durante el escape.
La debacle duró unas horas, hasta que los tinios fueron derrotados: los sobrevivientes de aquel grupo huyeron de su propia tierra. Ocuparon entonces, sin demasiada dificultad, la antigua fortaleza de los derseos, que, parcialmente, pertenecía a otra tribu. Una nueva vida comenzaba para ellos.
Relegados, entonces, a una injusta indigencia, con sus humanidades como principal patrimonio, apostaron a emerger, cual lava, en una próspera y candente ventura. La voluntad, reflejando una victoriosa lanza, fecundo bastión de convicción, edificó promesas que fervorosamente intentaban cumplir: “Suiren, si nos das fuerzas para vivir un día más, te daremos nuestras cosechas de mañana”, “Te ofrendaremos la comida de hoy si matas a los derseos”, “Te ofreceremos nuestras familias si acabas con nuestros enemigos”.
La esperanza es endeble, frágil, bajo rigurosas circunstancias. Sólo los duros superan los períodos duros. El resto aguarda afanosamente el milagro que no debería demorar en producirse; pero si acaso tardara en acaecer atenuaría su efecto en el mejor de los casos, engendraría el oprobio en los corazones en el peor de los escenarios. La tenacidad, empero, especialmente en aquellas agitadas épocas, fue la virtud acuñada por los enfrentados, en idéntica medida.
La miseria ahorcaba el cuello tinio; hambrientos y cansados, estaban convencidos que el Supremo los encaminaría a la victoria, la abundancia y la felicidad. Todo lo que en ese entonces estaba faltándoles, lo recuperarían con el paso del tiempo y la ayuda de Suiren. Hicieron ofrendas humanas y materiales suficientes para invocar la condescendencia de los omnipotentes dioses: su oro, sus casas, sus ropas, sus mascotas, herramientas y armas eran propiedad de sus señores y renunciaban a ellos. Quien torciera su fe era lapidado. Al menos así fue hasta que entregaron a Suiren las piedras del territorio; a partir de entonces simplemente los expulsaban.
Por el lado derseo, las expectativas eran similares. Débiles físicamente, remedando un retablo de duelos, aunque anímicamente invencibles, percibían en los elementos y en las acciones de la naturaleza una manifestación divina. Cada hoja acariciada, arrastrada por la brisa, cada rayo de sol, cada gota de lluvia, cada nuevo día simbolizaba un paso más cerca en la factible inminencia del esplendor, un tinio maltrecho, un enemigo agonizante, un cuerpo inmóvil perdido en las vastas tierras de Oriente. Sí, sabían que Suiren estaba con ellos.
Voluntariosos y tenaces, con su volcánica fe oficiando de motor vital, ambos bandos diseminaron sus súplicas en el viento oriental: “Ofrezco mis manos por la muerte de los derseos”, “Ofrezco mis brazos...”, “Mataremos a la civilización asiria si eliminas a los tinios”, “Mataremos a los persas si debilitas la fe de los derseos”, “Esclavizaremos a los efesios si ignoras a los tinios”, “Liberaremos de toda civilización al continente a cambio del fin de los derseos”, “Conquistaremos Roma...”
Sucesos anormales acaecieron durante aquellos días, afirman los expertos, en curiosa sintonía con el poema atribuido a Cayo Litigio Alberto, intitulado “¡Suficiente!”. De acuerdo con este último, tornóse púrpura el cielo; descendió una brumosa y pestilente nube negra que encontró y tomó las vidas de los tinios. Simultáneamente, a pocos kilómetros de allí, la tierra abrió sus heridas, devorando a los cinco obstinados derseos que sobrevivían, para cerrar las rajaduras inmediatamente después. El cielo recobró su color habitual.
Pocos días después, centenares de cascos repiqueteaban rítmicamente en aquellas calmas tierras. A una señal de su líder, todo el mundo detuvo su marcha. Sombras recortadas por la luz, algunas de a pie, otras a caballo, aguardaban la nueva instrucción. Al alzar su líder el brazo derecho, la multitud se dividió en grupos que abordaron los principales puntos cardinales. Cada grupo estaba conformado por personal explorador que contaba con un carro tirado por caballos, cuya utilidad era recolectar objetos que consideraran de valor, como utensilios, herramientas, armas, y por una patrulla, para evitar sorpresas y proteger al personal explorador. Registraron palmo a palmo, del centro al perímetro, lenta y cuidadosamente, el silencioso territorio, acompañados por viento, arena y sofocante calor. Poco antes del anochecer, la búsqueda dio lugar a un contenido, austero festejo. Fragmentos de documentación hallada centran el éxito de la conquista en el brillante genio militar de su general Aardes, y en la fe vertida en su dios, un dios supremo, dotado de infinito poder y sabiduría...


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