En
este tiempo de campañas políticas donde el rédito está en mancillar al rival en
vez de superarlo con mejores propuestas, de acusaciones cruzadas, de presuntos
fraudes, de ciudadanos que se definen más por su odio a una perspectiva que por
el amor a una ideología propia (gente que se admite “anti-k”, por ejemplo), de gente
que, sea en redes sociales o en público, no respetan a quien piensa distinto,
narraré un suceso menor ocurrido en elecciones anteriores donde hoy siento que
se anticipaba a la actualidad.
En
aquella oportunidad votar fue un asunto exprés; debían ser elecciones generales.
Sin colas en las mesas, me dirigí raudo a la que me tocaba.
Allí,
para mi sorpresa, la presidente de mesa detuvo el procedimiento. Se excusó,
explicándome que postergarían mi deber cívico unos instantes por un
inconveniente en el cuarto oscuro.
Voz
a cuello, ella convocó a los fiscales, y en forma un tanto desordenada, todos
se desvayeron por un pasillo.
Quedé
un par de minutos, documento en mano, frente a un vocal, hasta que los que se
habían ido salieron del escondrijo, tan silenciosa y desprolijamente como
habían ingresado. La última fue la presidente de mesa, y en su mano derecha
acarreaba un puñado de boletas. Por lo que se supo, un votante las halló
profanadas, escupida mediante.
Depositó
a las víctimas en un estante de la mesa de votación, parcialmente ocultas a la
vista. Pude reconocer el partido agredido, pero no viene al caso.
—Escupen,
Sancho, señal que cabalgamos— comentó la suplente una vez que se reanudó el
acto eleccionario.
El
problema, respondí, es hacia dónde cabalgamos.
Porque
a fin de cuentas, razoné, la saliva es una mera secreción corporal.
Un
escupitajo es una manifestación vil y violenta de desprecio, de disgusto y, en
este caso, de intolerancia democrática. No es una opinión, es una agresión. Es
una pulla expectorada que en este caso además tiene por intención negar una
alternativa de voto.
Entiendo
que el caballo avanza, en más de un sentido, hacia la barbarie. Nos lleva a la
escuela para votar, nomás.
Y
el pobre equino va donde las riendas mandan. Aunque secretamente admiro su tolerancia.