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domingo, 18 de agosto de 2019

De la violencia y las elecciones



En este tiempo de campañas políticas donde el rédito está en mancillar al rival en vez de superarlo con mejores propuestas, de acusaciones cruzadas, de presuntos fraudes, de ciudadanos que se definen más por su odio a una perspectiva que por el amor a una ideología propia (gente que se admite “anti-k”, por ejemplo), de gente que, sea en redes sociales o en público, no respetan a quien piensa distinto, narraré un suceso menor ocurrido en elecciones anteriores donde hoy siento que se anticipaba a la actualidad.
En aquella oportunidad votar fue un asunto exprés; debían ser elecciones generales. Sin colas en las mesas, me dirigí raudo a la que me tocaba.
Allí, para mi sorpresa, la presidente de mesa detuvo el procedimiento. Se excusó, explicándome que postergarían mi deber cívico unos instantes por un inconveniente en el cuarto oscuro.
Voz a cuello, ella convocó a los fiscales, y en forma un tanto desordenada, todos se desvayeron por un pasillo.
Quedé un par de minutos, documento en mano, frente a un vocal, hasta que los que se habían ido salieron del escondrijo, tan silenciosa y desprolijamente como habían ingresado. La última fue la presidente de mesa, y en su mano derecha acarreaba un puñado de boletas. Por lo que se supo, un votante las halló profanadas, escupida mediante.
Depositó a las víctimas en un estante de la mesa de votación, parcialmente ocultas a la vista. Pude reconocer el partido agredido, pero no viene al caso.

—Escupen, Sancho, señal que cabalgamos— comentó la suplente una vez que se reanudó el acto eleccionario.
El problema, respondí, es hacia dónde cabalgamos.

Porque a fin de cuentas, razoné, la saliva es una mera secreción corporal.
Un escupitajo es una manifestación vil y violenta de desprecio, de disgusto y, en este caso, de intolerancia democrática. No es una opinión, es una agresión. Es una pulla expectorada que en este caso además tiene por intención negar una alternativa de voto.
Entiendo que el caballo avanza, en más de un sentido, hacia la barbarie. Nos lleva a la escuela para votar, nomás.
Y el pobre equino va donde las riendas mandan. Aunque secretamente admiro su tolerancia.

domingo, 12 de febrero de 2017

El anarquista




Alguna vez fui anarquista. Bueno, no seriamente.
Para un mocito desconocedor de la historia y de la realidad argentina, para alguien que jamás había leído a Proudhon ni a Bakunin, que era incapaz de asociar el nombre Severino Di Giovanni a actividad alguna, para quien Sacco y Vanzetti podrían haber completado con el anteriormente citado una línea de tres en una hipotética formación futbolística, pensarse "anarquista" hubiera sido un error mayor; por entonces yo creía en la deshonestidad de la democracia.
Era adolescente, rondaría los trece o catorce años de edad; el gobierno de Raúl Alfonsín restauraba el poder democrático en el país. Sin embargo, por entonces ya habían estallado algunos casos que el periodismo de entonces asoció con la corrupción. Ya habían tenido lugar los sucesos de Semana Santa y los planes económicos fracasaban uno tras otro. Los medios audiovisuales opositores no hacían sino ensalzar mi desencanto y el de una nación que abrazaba el regreso a la democracia pero que buscaba respuestas a ciertas necesidades. Entonces, al percibir yo un sistema gubernamental infecto, la única solución discernible consistía en extirpar la podredumbre.
Ante mis bríos contestatarios y enfrentados a la supuesta concupiscencia política, mi madre me regaló un libro. En su visión, si yo pretendía agitar la bandera negra, que lo hiciese con fundamentos. Tiene en claro que para opinar es menester saber, que la formación es un valor capital. En lo que concierne a mantener una postura o un ideal, el conocimiento contribuye a generar apreciaciones más interesantes y profundas.
Retomando, por la carencia de erudición llegó a mis manitas un libro intitulado "El anarquismo", escrito por H. Arvon.
Digamos que empecé el libro como animal curioso. Mi primer interrogante fue dilucidar el significado de esa hache seguida de un punto en el nombre del autor. Siempre afecto a leer, comencé a hojearlo. Recorriendo las primeras páginas, descubrí que el nombre de pila era Henri. El segundo interrogante, sin respuesta y dependiente del primero, inquiría la razón que llevara a omitir el nombre completo en tapa cuando sobraba espacio para colocarlo.
Pese a la banal intriga, se trataba de un mal comienzo que solo empeoraría. Para un adolescente más interesado en los avatares románticos de la edad o en recargadas manifestaciones de testosterona, leer sobre historia política significaba una invitación al tedio. Hablarme de la Revolución Francesa y su impacto en el liberalismo (¿y qué es el liberalismo?, debo haberme preguntado) no era la mejor manera de vender un ensayo a un individuo subordinado a sus hormonas. Por no hablar de la tapa: el nombre acotado, casi apocopado, del señor H. Arvon y un conglomerado de coloridas flechas apuntando en diferentes direcciones, explicaba, a mi juvenil entender, la prosa, construida con oraciones pomposas, viscosas, interminables, tendiente a citar hombres ignotos y a rumbear hacia destinos inextricables.
Así fue como mi resistencia anarquista cedió en la primer media página.
Con todo, el anarquismo es un movimiento que merece atención. Varios años después, por ejemplo, leería En la semana trágica, de David Viñas, un libro sobre la vida de Simón Radowitzky (que además cubre los sucesos de la semana trágica), y vería la película italiana Sacco y Vanzetti.
La foto que acompaña esta publicación es, justamente, el ejemplar que derrotara a un púber quejoso y escéptico. Este libro descansó un par de décadas en un anaquel en la biblioteca, en favor de otros que resultaron más atrayentes. Cuando termine los libros que tengo en lista, monsieur Arvon, judío, alemán de nacimiento, francés por elección, ex profesor en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Clermont-Ferrand, tendrá su revancha.
Au revoir.

lunes, 16 de junio de 2014

Mirada Clínica

Años atrás trabajé en un neuropsiquiátrico. Estaba ubicado en una zona céntrica de la ciudad y era pequeño. El cuerpo principal era un caserón grisado de dos pisos, en el superior se alojaban los pacientes, en la planta baja estábamos los administrativos y los consultorios. La construcción lindera también pertenecía a la clínica: era blanca y poseía una entrada más pequeña. La ventana del frente daba a una sala de reuniones. El resto del predio contenía instalaciones diseñadas para recibir pacientes ambulatorios. Sus dueños eran amigos de una pequeña porción de mi familia.
Recuerdo la reacción de cada nueva persona cuando le contaba dónde me desempeñaba. Generalmente se producía un silencio extravagante y filoso capaz de cambiar todo en un instante. El éter en el que estábamos inmersos volvía a ser trascendente. De pronto había más personas con quien conversar o tareas que realizar. El tránsito, la radio o los cantos de las aves ganaban un sorpresivo protagonismo. Los rostros simulaban una fingida naturalidad y en el patetismo de la incertidumbre buscaban suavizar facciones. Acaso haya destruido, de manera involuntaria, sueños histriónicos.
Pero lo que más recuerdo es la mirada. Mientras duraba el impacto me estudiaban, con curiosidad o temor, buscando indicios, señales que mi trabajo pudiera haber incorporado a mi personalidad. Escudriñaban mis ángulos, mis concavidades, mis imperfecciones, con el fin de hallar sesgos de aquellas enfermedades mentales de rimbombante nomenclatura cuyos síntomas, empero, ignoraban.

viernes, 25 de mayo de 2012

Génesis


-Si fueras un personaje de D&D tu alineación sería caótico maligno- disparó Ramiro, avieso.

La frase salió de la nada, profanando un silencio de oficina escondido entre teclados y ratones, y despertó rostros embebidos en la sibilina seducción de las pantallas. Encerraba un código común, de lengua muerta, practicada por pocos bajo indiscernibles circunstancias. Ambos, en algún punto, compartíamos esa clave; tenía yo noción de borrosos, núbiles rudimentos, poblados más por supuestos que por preceptos, cuya aplicación se vincula a conciliábulos nocturnos repletos de historias fantásticas, arcanos, enigmas, azar, combate y misterio.
Ramiro, docto en la lengua, me miró sonriente, con ojos inicuos, envuelto en la perspicacia de quien aguarda una refutación tras un comentario cuya sagacidad me sitió en tierras del tártaro. Aquella tipificación, reservada para los criminales seriales, las bestias demoníacas sublevadas a la vileza más descarnada y al batiente egoísmo de sus impulsos, las criaturas de limitada inteligencia y aún menos destacable imaginación, los seres más brutales, violentos y deleznables, las alimañas de ausente nobleza, las informes, ruines almas alejadas de toda sensibilidad, en suma, individuos de la más baja estofa, se me antojó por demás excesiva.

-Eeeh- respondí, si es que a eso se le puede llamar respuesta.

Las frases más ponzoñosas, al igual que los ataques más efectivos, caen por sorpresa. El comentario correspondía a ambas simultáneamente. Una consideración de tal magnitud, cruel, rabiosa, enfocada en hiperbolizar el ser y parecer de un presunto descarriado, de un demonio menor, frente a los ojos de las otras dos personas allí presentes, demolió mi actitud serena del momento. Ramiro no había hecho otra cosa que exaltar la figura de un sujeto –de mí– desdibujándome en el proceso, hasta tornarme completamente aborrecible. Caía sobre mí un tul siniestro que, configurando una desagradable deformidad, advertía a los demás y me alejaba de ellos; pasaba a encarnar el fin sobre los medios, lo execrable, lo indigno, lo inmoral, lo basto y salvaje, lo pérfido e injusto.