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lunes, 16 de junio de 2014

Mirada Clínica

Años atrás trabajé en un neuropsiquiátrico. Estaba ubicado en una zona céntrica de la ciudad y era pequeño. El cuerpo principal era un caserón grisado de dos pisos, en el superior se alojaban los pacientes, en la planta baja estábamos los administrativos y los consultorios. La construcción lindera también pertenecía a la clínica: era blanca y poseía una entrada más pequeña. La ventana del frente daba a una sala de reuniones. El resto del predio contenía instalaciones diseñadas para recibir pacientes ambulatorios. Sus dueños eran amigos de una pequeña porción de mi familia.
Recuerdo la reacción de cada nueva persona cuando le contaba dónde me desempeñaba. Generalmente se producía un silencio extravagante y filoso capaz de cambiar todo en un instante. El éter en el que estábamos inmersos volvía a ser trascendente. De pronto había más personas con quien conversar o tareas que realizar. El tránsito, la radio o los cantos de las aves ganaban un sorpresivo protagonismo. Los rostros simulaban una fingida naturalidad y en el patetismo de la incertidumbre buscaban suavizar facciones. Acaso haya destruido, de manera involuntaria, sueños histriónicos.
Pero lo que más recuerdo es la mirada. Mientras duraba el impacto me estudiaban, con curiosidad o temor, buscando indicios, señales que mi trabajo pudiera haber incorporado a mi personalidad. Escudriñaban mis ángulos, mis concavidades, mis imperfecciones, con el fin de hallar sesgos de aquellas enfermedades mentales de rimbombante nomenclatura cuyos síntomas, empero, ignoraban.

Tal vez estaban aguardando una reacción desmedida, un tic, una convulsión, un movimiento anormal que, a sus ojos, me delatara. Quizás lo deseaban secretamente. Quizás la mera concepción de la idea los aterrara. En cualquier caso, lamento no haber simulado uno.
El resto supo preguntarme sobre el contacto con los pacientes –que nunca tuve–. Unos pocos osados bromeaban con mi presunto –y por ellos anhelado– acceso a la medicación, la relación con los profesionales, la mecánica de los tratamientos hacia los pacientes más reaccionarios y un rasgo de locura que pretendían adjudicarme.
Y sé que todos, procaces o prudentes, deseaban saber más, especialmente quienes postergaban el interrogatorio para otra oportunidad. El miedo, el morbo y el desconocimiento, en algunas de sus conjunciones, provocan actitudes extrañas en el hombre. Si en lugar de trabajar en un hospital psiquiátrico lo hubiese hecho en una carnicería jamás hubieran querido saber si cargaba medias reses en mi tiempo libre. Y en el peor de los casos, hubiesen formulado la pregunta inmediatamente.
Permanecí en la clínica durante un par de años. Alrededor de una década atrás abandoné ese trabajo, y en el ínterin decidí brindar mis servicios en una universidad pública. Ahora las miradas son otras. Cuando pongo a alguien al día, la mirada suele ser compasiva, como la mía.
Sin dudas, extraño aquella vieja mirada.

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