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domingo, 9 de agosto de 2015

Sorteo


Aquella mañana el pueblo se levantó, como casi siempre, con la voz rasposa de Alejandro, quien, desde su programa radial, comenzó con una retahíla de chistes de tercera categoría vinculados a las canciones folklóricas que sonaron en la jornada hasta que sacó de la modorra al pueblo con su original propuesta.
Presa de una singular algarabía, mencionó un caballo joven, sin nombre ni marcas particulares, de unos cuatrocientos kilos de peso y alrededor de un metro setenta de estatura, perteneciente a don Serafín Maidana, que sería regalado a la primera persona que acertara su color. Como única pista agregó que la tonalidad comenzaba con la segunda vocal del alfabeto y determinó como plazo perentorio e impostergable el mediodía.
Pronto el rumor se diseminó por las calles y los negocios, los bares y los talleres. Se comentó escuetamente el tema, en parte por el sueño breve, en parte por la apuesta de cada uno por su propia buena ventura. Rostros contritos y elusivos optaron por platicar sobre el fútbol regional o sobre el cumpleaños de quince de la hija menor del gerente del banco.
Conforme el amanecer se tornaba historia y con el ofrecimiento aún en pie, se indagaron unos a otros sin distinción de oficio ni profesión. Plomeros y electricistas, médicos y contadores, todos se miraban con caras egoístas, intrigantes, dubitativas e incluso jocosas. De mofas y chanzas iba la cosa, pues no hallaron quien asegurara poseer una réplica adecuada.
A media mañana, el revuelto avispero había retornado a su habitual placidez; aquel mundo eligió por entonces girar sobre sus incontables ejes.
Viendo la escasa repercusión del convite, Alejandro intentó motivar a su audiencia asegurando que la respuesta era fácil, y sugirió concentrarse en los matices menos luminosos. Se comunicó telefónicamente con don Serafín para confirmar el sorteo y contar con su pública aquiescencia.

Los frescos bríos resucitaron el interés, mas no atemperaron los cabildeos pueblerinos. Quienes consultaron libros de veterinaria no hallaron mención de enfermedades asimilables. Los baqueanos del pueblo farfullaban excusas inconexas. Un puñado argüía la chance de un error: Alejandro podía haberse confundido de letra. Los más jóvenes buscaban afanosamente en Internet, sin mejor éxito. A fuerza de conjeturas, la vivificada invitación agonizaba en la única certeza patente en ella —el misterio.
Para los demás, acaso derrotados, acaso indiferentes, la vida proseguía. En los bancos, comercios, talleres y ferias, las personas se abstraían en sus asuntos y quehaceres. Por su parte, la molicie aguardentosa de bares y cantinas perdió ese tema de conversación entre los vahos azulados del tabaco y los hados que los naipes designaban.
Desde la radio el panorama era similar; entendiendo que el premio era bueno, nadie conocía la respuesta. No existía quien tentara la fortuna; ni valientes ni locos, ni instruidos ni temerarios. Se sabe, en las urbes meñiques el coraje torpe e inane pronto torna en ignominia, que gusta de manifestarse en las solitarias miradas socarronas, en las murmuraciones grupales, pasando por las befas a viva voz en ambientes públicos.
Pero esa situación cambiaría. Arrimándose a las once y veinte, un oyente llamó a la radio y, tras una breve charla de cortesía, desafió a la infamia.

—Y decime, Ignacio, ¿de qué color es el caballo?
—No estoy seguro. ¿Podría ser esmeralda?

Aquel lance solitario y singular, por lejos más bravo que certero, concentraba el denuedo y la curiosidad de un pueblo.
Alejandro hizo la predecible pausa donde simuló sopesar la respuesta, tal como lo hacen quienes conocen de antemano la correcta: remarcó las aristas valiosas de la selección y señaló las desventajas sin dejar de sembrar la duda. Finalmente, decidió confrontarlo.

—Ignacio ¿en serio pensás que el caballo es verde? —preguntó, resaltando la primer sílaba de la última palabra.
—Qué sé yo —murmuró, humillado—... No se me ocurrió otra cosa. ¿No está pintado?
—No, Ignacio, y no es esmeralda. Gracias por llamar.

El locutor avizoró un pobre jamelgo verdoso pastando en el patio trasero de la emisora en lugar de un robusto y saludable ejemplar, considerando la escena, cuando menos, cruel contra el pobre animal.
Unos instantes después se produjo una segunda y sorpresiva llamada. Alejandro se frotó las manos. Tardaron, pero finalmente llaman, habrá pensado.
El extraño dijo llamarse Nicolás y su voz sonaba familiar. Tras las preguntas de rigor, el hombre tuvo su oportunidad.

—‘E alazán’ —soltó entre risas.
—No, Ignacio, tampoco es la correcta —suspiró—. Gracias por llamar.

Faltando media hora y hasta el final del programa, el locutor se dedicó a señalar la cantidad de minutos restantes para inmediatamente volver a impulsar la oferta. Repitió incansablemente la consigna, enfatizando la poca luz que el pelaje del equino reflejaba, mientras aguardó un nuevo llamado, aunque más no fuere otro alias de Ignacio, o de Nicolás, o de algún otro.
Para cuando el sol alcanzó el cénit no importaba si era un pura sangre, un remedo del Caballo de Troya o uno robado de un carrusel, la comunidad merecía una respuesta.
El magno Alejandro, Esfinge sin Edipo, inició una cuenta regresiva en su moribunda transmisión. La hizo lenta, turbia, fraccionada, decimal, más inclinada por ofrecer una ulterior oportunidad que por provocar suspenso.
Luego informó que lamentablemente el animal no poseía un nuevo dueño. Entonces tenía por obligación honrar su parte del trato e ilustrar a la metrópoli con un ligero chorro de sabiduría.
La cortina de cierre del programa sonaba suavemente de fondo.

—Y el caballo es de color...

Se detuvo, molesto.

—Sacá la música, por favor.

Una vez en silencio, recomenzó con la frase. Fueron como veinte segundos donde habrá justificado su tiempo haciendo sonar los dedos o el cuello, o habrá mirado por la ventana en caso que alguien, desde la plaza central, sintonizara el programa y apostara a cruzar sus miradas.

—Escuro —dijo, lentamente, alargando las vocales. Se lo notó decepcionado, distante del matinal tinte jocoso—. ¡Era fácil! ¿Cómo es que nadie se diera cuenta? ¡Escuro! ¿Cómo nadie adivinó? ¡Qué pena! ¡Habrá que avisarle al dueño! —y la cortina renació. Se despidió mientras crecía en intensidad.
Así, en los días subsiguientes, y como modelado por el axioma, el arrojo ruin y fatuo que imbuyó a Alejandro mostró sus dientes en oscuro pelaje. Ya fuera en la calle, en las llamadas a la radio, en los comercios o en los campos de la zona, la gente le descerrajaba baldones y mofas varias cada vez que era visto. Dicen los memoriosos que hasta el caballo se reía.
Años después, aún jura que fue don Serafín quien estableció el color, por más que nadie le crea.

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