Sonó una suave
campanilla. Frente a sus ojos, la pantalla brilló en rojo incandescente el
número del nuevo turno, coincidente con el suyo.
La mano
sarmentosa inició su peregrinar por un libro sin nombre de tapas rojas que
reposaba en el mostrador. Se dedicó a leer, de forma arbitraria, sesgada, la
información presente bajo cada foto. En su errante, inconformista viboreo,
recorrió hoja tras hoja, una y otra vez, en un sentido y otro, sin prisa ni
decisión.
Detrás del
mostrador y del azul de sus ojos, una joven de cabellos recogidos observaba
expectante a la tranquila figura, atenta a sus demandas.
Finalmente, a
pocos minutos —antojadizamente interminables— de iniciado ese examen letárgico,
el libro capituló en su plan disuasorio y el añoso dedo índice se desplomó
sobre la foto de un muchacho, tapando parcialmente su rostro en la hoja
satinada.
La figura
carraspeó. Con voz queda, casi imperceptible, dispersa en el silencio, confirmó
el pedido.
—Este —solicitó.
La joven sonrió
e inmediatamente dio inicio a sus actividades. Tomó un cuaderno y una pluma
estilográfica ubicados en un estante debajo del mostrador. Grabó prolija y
parsimoniosamente un puñado de letras, números y guiones, consultando con
frecuencia el catálogo.
Al finalizar, y
tras verificar una última vez su tarea, sopló suavemente la tinta y cuando ésta
se secó, hizo que las tapas de cuero negro se juntaran gradualmente.
Se saludaron. La
figura, satisfecha, se retiró. La campanilla volvió a sonar.
Y a la mañana
siguiente, el padre Iván, recientemente ordenado, se despertó convencido que su
fe podía negociarse.
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