-Si fueras un personaje de D&D
tu alineación sería caótico maligno- disparó Ramiro, avieso.
La frase salió de la nada,
profanando un silencio de oficina escondido entre teclados y ratones, y
despertó rostros embebidos en la sibilina seducción de las pantallas. Encerraba
un código común, de lengua muerta, practicada por pocos bajo indiscernibles
circunstancias. Ambos, en algún punto, compartíamos esa clave; tenía yo noción
de borrosos, núbiles rudimentos, poblados más por supuestos que por preceptos,
cuya aplicación se vincula a conciliábulos nocturnos repletos de historias
fantásticas, arcanos, enigmas, azar, combate y misterio.
Ramiro, docto en la lengua, me miró
sonriente, con ojos inicuos, envuelto en la perspicacia de quien aguarda una
refutación tras un comentario cuya sagacidad me sitió en tierras del tártaro.
Aquella tipificación, reservada para los criminales seriales, las bestias
demoníacas sublevadas a la vileza más descarnada y al batiente egoísmo de sus
impulsos, las criaturas de limitada inteligencia y aún menos destacable
imaginación, los seres más brutales, violentos y deleznables, las alimañas de
ausente nobleza, las informes, ruines almas alejadas de toda sensibilidad, en
suma, individuos de la más baja estofa, se me antojó por demás excesiva.
-Eeeh- respondí, si es que a eso se
le puede llamar respuesta.
Las frases más ponzoñosas, al igual
que los ataques más efectivos, caen por sorpresa. El comentario correspondía a
ambas simultáneamente. Una consideración de tal magnitud, cruel, rabiosa,
enfocada en hiperbolizar el ser y parecer de un presunto descarriado, de un
demonio menor, frente a los ojos de las otras dos personas allí presentes,
demolió mi actitud serena del momento. Ramiro no había hecho otra cosa que
exaltar la figura de un sujeto –de mí– desdibujándome en el proceso, hasta
tornarme completamente aborrecible. Caía sobre mí un tul siniestro que,
configurando una desagradable deformidad, advertía a los demás y me alejaba de
ellos; pasaba a encarnar el fin sobre los medios, lo execrable, lo indigno, lo
inmoral, lo basto y salvaje, lo pérfido e injusto.
Le pregunté si no le parecía que se
le había ido la mano con la comparativa, si la muestra de ferocidad inusitada
no demeritaba a los moradores del infierno. Retrucó con una carcajada mientras
de su boca salió un qué querés, a la vez que, encogiendo sus hombros, abrió sus
brazos. Éramos un tendero y un comprador regateando inútilmente por una
baratija maldita.
Veamos si tu chuchería vale lo que
pedís, pensé.
Bajo su sectario idioma, la etiqueta
erigía ciertos rasgos públicos de mi persona a estándares infernales, a niveles
inmensurables, distantes, secularmente diseñados para una sombría elite donde,
todos los días cualquier mortal, tibiamente y a las apuradas, elige agruparnos.
Niveles que han de poseer un nombre secreto –o una fatal combinación numérica,
o un ígneo signo moldeado en sangre siguiendo lejanos ritos olvidados– y cuya
adjudicación, consignada por el Oscuro en persona, precederá numerosas
conquistas: el Diablo debe saberlo mejor que yo.
También sabe –como lo sé yo, como lo
sabe el Vecino de Arriba– que el mal es ambiguo. Es detestable y seductor a la
vez. ¿Cómo replicar, entonces, a la subyugante dicotomía, dominante en lo
prohibido, lo inapropiado, lo impuro, lo indecoroso, lo impulsivo, aquello que
reducimos al velo de nuestras humanidades?
Pero lo más importante era el
mensaje: el rótulo debía ser circunscrito a la ínfima parte de mi persona que
Ramiro conocía.
Sonreí. Compré.
De esta anécdota nace el nombre de
este espacio.
Espero que, por la misma razón,
quede resabios de encanto en tanta maldad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario