-Me bajo acá- le dije al chofer.
El ómnibus no demoró en perlarse en el horizonte.
Mientras se empequeñecía, permanecí unos segundos contemplando el cielo
anaranjado, el campo, los sembradíos y unas vacas rumiando su parsimonia. Frente
a mí, naciendo casi desde la ruta, un sendero ascendente se internaba en un
monte salpicado de árboles descascarados y troncos perdidos.
Empecé a seguirlo, compartiendo su misma vacilación
y desidia. Subía inclinándome hacia delante, mediante amplias zancadas y usando
mis brazos para asirme de donde pudiera. Varias veces desnudé con mis
extremidades el sendero cubierto por un colchón de hojas bronceadas y añosas,
frutos amoratados, ramas macilentas, que emanaban un vaho húmedo y putrefacto.
Yo atesoraba la vigorosa, onírica desmemoria de un
reciente suceso gestado durante una reunión en un lugar de similar apariencia.
Podía haber tenido lugar en un parque, en una casa de campo o en un gran
jardín. Quizás había ocurrido el día anterior o la semana previa; ni siquiera
eso recordaba claramente. Eso sí, conservaba la certeza de su presencia; ella
había asistido.
En algún momento de aquel evento advertí sus ojos y
el albor de su vestido trasuntados en su silueta. A ella, ninfa de la bruma
extasiante en los intrincados círculos de la noche, reina azul deambulando
desesperante por las sinuosas y torturadas vías de mi mente, conspiradora
contra mis más turbios, trágicos pensamientos, la percibí lunar y distante,
imposible y definitiva. Quise acercarme y al reconocerme esquivó mis ojos. Con
aire sombrío giró sobre sus talones para disolverse, primero entre la gente,
luego en la cerrazón de la lontananza.
El monte, el sendero y yo emprendimos un camino
escarpado hacia abajo, lleno de piedras, huesos y depresiones cubiertas de
hojarasca. Cuando llegamos abajo, ambos me abandonaron; todo remataba en un
calvero. En su corazón, el claro ocultaba una construcción gris cuyas paredes
descascaradas prometían un certero, inminente desmoronamiento. Se trataba de
una pequeña iglesia rematada en tejas verdes despintadas. Los ventanales,
otrora luminosos y coloridos, destrozados por el paso del tiempo, desnudaban
por sus huecos la tristeza y la dejadez del interior. El portal ausente
favorecía el franqueo de las formalidades básicas usadas al acceder a hogares
de extraños.
Dentro todo era polvo, silencio y soledad: desde lo
alto del ábside, un sucio y enorme Jesucristo, desmejorado y canoso por la
mugre, contemplaba las ruinas; diríase que los clavos eran lo único que impedía
que huyera de allí. Cruel ironía para el hijo de un carpintero. Hacia el ábside
era más notorio el abandono, traslucido en una pálida luz proveniente de un
agujero en el techo.
La escasa y desolada nave central contaba con
asientos desteñidos en tierra que crepitaban el ardiente dolor de la madera
endeble. Crujían y en su violento quejido amainaban el desesperante silencio
que ingresaba por los interminables orificios.
Sobre el lado derecho de la cabecera, una cortina
rojiza disimulaba el acceso al aposento del sacerdote. Sin embargo, la
habitación, pese al hedor y la suciedad, tiene una cama deshecha con sábanas
aparentemente limpias.
Del lado izquierdo de la cabecera, veintiséis
escalones me abandonaron en una pequeña oficina donde, sobre una vieja y
podrida mesa de madera, un guardia custodiaba su cabeza entre ambos brazos. Se
lo oía respirar rítmicamente. Pensé en despertarlo y ahorrarme el mal trago,
pero descarté la idea: quizá él no hubiera visto nada. Atravesé un umbral que
desembocaba en un largo pasillo calmo y silencioso, frío y marmóleo, apenas
alumbrado. Sus paredes estaban graciosamente adornadas con grabados. De un lado
había niños en cunas, jóvenes apolíneos, Dios, el Diablo. Del otro había
personajes irreconocibles para mí; hombres y mujeres arando la tierra, rezando,
y en otras acciones que no alcancé a advertir.
El pasillo terminaba en un vestíbulo austero de
piedras desnudas y alumbrado con dos antorchas cuyas llamas copiaban mis
sobresaltos. Al fondo, desde lo alto, otra efigie de Cristo doliente penaba su
crucifixión. Debajo del él se presentaban inscripciones redactadas en el idioma
de Virgilio. Varias entradas a túneles dominaron mi atención.
La tribulación
se apoderó de mí mientras el fuego bailaba una danza maliciosa exacerbada por
el pútrido silencio. Retorné a la oficina. El guardia seguía durmiendo.
Permanecí unos instantes en silencio, con los ojos entrecerrados, debatiéndome
entre apelar a la coherencia o al coraje del dipsómano.
Respiré hondo, tomé una antorcha y me hundí en un túnel bajo y angosto, forzándome a llevar la luz cerca de mi rostro. El fuego entibiaba mi respiración, tornándose lo más cercano al calor vital que allí moraba.
El corredor se abrió en una pequeña cripta carente de iluminación, fresca y húmeda; predominaba el vetusto aroma del encierro y el abandono. En el muro más alejado cuatro ó cinco nichos albergaban formas vestidas en sendos mantos polvorientos y amarronados. Por encima de ellos, un fresco, creo que ilustrado con el Buen Pastor, y bajo éste, sus nombres.
Respiré hondo, tomé una antorcha y me hundí en un túnel bajo y angosto, forzándome a llevar la luz cerca de mi rostro. El fuego entibiaba mi respiración, tornándose lo más cercano al calor vital que allí moraba.
El corredor se abrió en una pequeña cripta carente de iluminación, fresca y húmeda; predominaba el vetusto aroma del encierro y el abandono. En el muro más alejado cuatro ó cinco nichos albergaban formas vestidas en sendos mantos polvorientos y amarronados. Por encima de ellos, un fresco, creo que ilustrado con el Buen Pastor, y bajo éste, sus nombres.
Vi al fuego
atemperar su entusiasmo y sumarse al ambiente mortecino, donde un cuerpo se
estremecía en la luz fantasmal. Respiraba, o quizás se contorsionaba levemente.
Aún en el profundo silencio era posible percibir un indescifrable murmullo,
ominoso y aterrador. Resistí, paralizado, el deseo de huir,
apremiado por la necesidad de un desenlace, una conclusión. Transcurrió una
eternidad, que en realidad fueron un par de minutos, en los que nada ocurrió.
De pronto, el cuerpo –ese que a mi juicio se
movía– entró en convulsiones durante unos segundos. Durante ese lapso
sentí un cisma dentro de mí, un desmoronamiento angustiante y bestial, que
arrasaba con todo hacia un abismo conflagrado. Era Pompeya en el desastre,
ensordecida por los gritos rotundos y pavorosos de sus moradores. Las
sensaciones subsistían cuando el cuerpo, tras un agónico estertor, se detuvo
por completo. El murmullo cesó. La antorcha volvió a brillar vivamente.
Imploré estar equivocado. Revisé la pared
buscando su nombre, o un apodo, o mejor dicho, conservaba la vana ilusión de no
hallarlo. Obviamente, allí estaba. Si el orden de los nombres era
correcto, se trataba de la tercera de arriba hacia abajo. La idea me provocó
tanto pavor como repulsión.
Temblando, al borde de la desesperación, descubrí lentamente el manto. Y la vi allí, rígida, exangüe, con las manos entrelazadas reposando a la altura del pubis. Su cabello lucía despeinado, con signos de descuido. La serenidad reinaba en todo su ser. Su vestido blanco estaba sucio y húmedo.
Temblando, al borde de la desesperación, descubrí lentamente el manto. Y la vi allí, rígida, exangüe, con las manos entrelazadas reposando a la altura del pubis. Su cabello lucía despeinado, con signos de descuido. La serenidad reinaba en todo su ser. Su vestido blanco estaba sucio y húmedo.
1 comentario:
Pablo largá todo y dedicate a la escritura!!!!!!!!!!!!
(eso sí ni se te ocurra comer en restoranes ni ser tímido y mucho menos escapar del gran público, porque si te agarra el crítico de arriba sonaste!!)
Sos impecable, detallista, íntimo, profundo, exquicito, no sé te felicito!!!
Besos!
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