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martes, 31 de julio de 2012

Lola


Coincidentemente, la conversación se estaba muriendo. Alcanzó un estado irreversible en el instante en que, por millonésima vez en los últimos cuatro años, Dolores tocó el tema del testamento. El suyo.
Cada vez que hablaba de aquello lo hacía bajo una aparente naturalidad que se desmenuzaba cuando durante ciertos pasajes rompía en llanto. Sin embargo, no revisaba su pasado con nostalgia, tristeza o remordimiento, ni departía amarguras sobre la finitud existencial o la inexorable corrupción física. Mucho menos contemplaba la evaporación de sus sueños, las fraternales heridas que no pudo cerrar o los planes que quiso llevar a cabo. Muy por el contrario, alojaba todas esas imágenes en su ser, donde tarde o temprano, azuzadas por sus demonios, por sus resquemores, por sus angustias, afloraban como lágrimas.
Dolores, setenta y pico, soltera, sin hijos, un tanto paranoica, pretendía que cada centavo, con su brillo y color originales, apilado, envuelto y pesado en los simétricos montículos por ella definidos, llegara exacta y precisamente a las personas que había seleccionado en los plazos que considerara apropiados.

–¿No pensás en hacer un testamento vos también?– preguntó en voz baja. La confitería estaba llena y no deseaba ser escuchada por nadie más.
–No. ¡Qué voy a poner si no tengo nada!– replicó María.


A María el tema del testamento la aburría sobremanera. Consciente de los procesos mentales de su amiga, consideraba que Dolores, favorecida por la buena salud, honraba la procrastinación apoyándose lentamente –muy lentamente– en detalles nimios y materialistas. Dolores volvía sobre el mismo inciso una y otra vez sin avanzar un centímetro. Podían pasar meses sin verse y cuando el encuentro ocurría, el testamento ológrafo, que no simbolizaba otra cosa que su misión final, su última actividad en este mundo, permanecía amarrado a un tiempo anterior. En el transcurso de aquellos cuatro años ni siquiera había hablado con un escribano; apenas había logrado decidir que derramaría la luz añil y distinguida de sus ojos en tres de sus siete primos.

–Primero tengo que hablar con mi primo el de Olavarría, que es un ser pensante– dijo, pues creía adecuado notificar a sus beneficiarios sobre su futura situación.

Dolores depositó sus iris en las pesadas, grises cortinas de la confitería mientras bebía su café. Seguramente seguía dividiendo mentalmente su patrimonio. El campo y los departamentos también. O quizás volvió a pensar en comprarse el auto “para pasear los domingos”, su más reciente ocurrencia.
Tras unos instantes de silencio y cavilación, frunció el ceño y miró a María, quien se encontraba perdida en su café, esgrimiendo un rostro extrañado y pensativo.

–¿Quién es un “ser pensante”? ¿Alguien que piensa como uno?  –preguntó Dolores.
–Es probable.

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