Soy un hombre huraño.
Por eso, sin prolegómenos ni demoras, contaré mi
historia.
Fue un domingo, cerca del mediodía, tres semanas
atrás. Compartía mi fastidio y mi presente y futuro inmediato con medio millar
de seres en un popular mercado. Familias enteras como cardúmenes, observándolo
todo con ojos amplios, empujando carros repletos de productos, colisionando
unos contra otros, en un andar parsimonioso y torpe en busca de un capricho o
un artículo a veces útil, a veces bonito.
Ay, Santiago, lo hacés para irritarme. Y te sale
magnífico. Odio este sempiterno peregrinar entre seductores artículos que no me
interesan y cuya única razón es robarme la atención, el dinero, el tiempo. Odio
ese desplazamiento tardo, impasible, de anélido, tan característico del
ambiente y del horario. Odio padecer en pretendido estoicismo las pesadas esperas
que nos retienen para abandonar el lugar.
En el cénit de mi hartazgo argüí un tibio interés
por los equipos de audio y me alejé de él. Sos un pez más, empujando tu carrito
y soñando y relatando tus proyectos al aire, pensé, mientras su figura se
diluía entre las estanterías.
Pasé por el sector de carnicería y me distraje unos
segundos observando los cortes. Admito que las mollejas tenían buen aspecto por
más que haya ponderado precios y conveniencia en plena apatía. Vacilé entre
llevarlas o no; a mi entender, pese a su costo, era digno de gratificarme, o
mejor aún, de ser compensado. Debí postergar mi decisión, mi acto de ecuanimidad,
de balance cósmico, de justicia, pues fui interrumpido por una voz familiar que
me llamaba; arqueé las cejas, respiré hondo, y cuando estuve listo giré en
dirección de Santiago. Tal vez quería mi opinión en el color de un juego de
sábanas o de platos, pero ya no importaba: no lo encontré. No divisé otros
peces tampoco.
Me hallaba en un valle ligeramente cóncavo, árido y
caluroso. Soplaba un viento intenso que espolvoreaba la tierra en urgentes remolinos
y la vegetación, mayormente seca, era frondosa donde existía; no había llovido
en un tiempo prolongado. Sobre un colchón de pasto alto y crujiente se
dispersaban irregularmente árboles flacos de ramas altas en las que contadas
aves representaban mi mejor compañía. Discernía dunas si las polvorientas nubes
cedían la visión. Arbustos menudos de retraídas hojas moteaban el paisaje.
Azorado, observaba en todas direcciones buscando
familiaridades, elementos reminiscentes, comunes, próximos en un paraje que me lucía
inverosímil, imposible, ajeno y retirado. Sin nada mejor que
hacer y para acallar la angustia comencé a caminar hacia el promontorio más
pronunciado. Suponía que desde una mayor altura sería capaz de examinar
convenientemente la zona y mis opciones.
Una vez alcanzado el monte descubrí una nueva
llanura donde la soledad pertenecía al pasado. Sobre el borde derecho de ese
inmenso cuenco, protegido tras un vallado, un campamento me miraba, hosco. Amenazador
y vasto, claramente se distinguía como base militar, poblada de soldados de
armadura ligera, caballos, carros, lanceros. En alguna parte tras la empalizada
músicos los arengaban.
Al menos por unos segundos eligieron ignorarme. En
la distancia, cardinalmente enfrentados a ellos, una polvareda prometía un
encuentro. Poco dejaba ver la arena, pero el traqueteo de los caballos no daba
lugar a dudas. Miles de guerreros, algunos en carros, otros de a pie, avanzaban
hacia el campamento, que se me antojaba egipcio. Los visitantes desprendieron un
puñado de entre los suyos, acaso de mayor rango, alzando sus lanzas hacia el enemigo
desde sus carros. Vestían unos curiosos uniformes de tela blanca, que parecían
no otorgar protección alguna. A un lado, un montón de desarropados
–mercenarios, quizá– los acompañaba.
El comando egipcio, más profuso y organizado, analizaba
la situación. Su líder, de piel cetrina oculta bajo túnica y tocado, era casi
tan alto como el báculo que empuñaba. Ordenó las tropas, invocando a sus
mejores arqueros, apoyados por soldados en carros livianos.
No demoraron mucho más tiempo hasta que el cayado señaló
hacia el frente. Los alaridos se desplazaron desde la izquierda al encuentro de
los soldados egipcios, ahogando el afán de los cascos, mientras miríadas de
flechas surcaban el cielo pardo de este a poniente. Un hedor de último resuello
cubrió la planicie.
En primer lugar se cruzaron los lanceros en carro por
un lado y la infantería egipcia, con sus espadas curvas. Luego llegaron los
soldados del grupo de la izquierda con hachas y espadas en forma de hoz. Atacaron
los mercenarios, y mayormente fueron sofocados por los africanos. Pronto se percibió
la ferocidad en los fúlgidos ojos en carmín, el chirriar del bronce contra las
armaduras y los escudos, las órdenes disparadas en idiomas enterrados en el
tiempo, gritos ininteligibles, el olor de la sangre y su repicar en el suelo, la
agonía de los heridos, la desesperación y el lamento de los moribundos.
Pese a la diferencia en su favor, los egipcios no
conseguían someter a sus rivales. La ferocidad hitita, inspirada en la salvaguarda
del territorio, infundía terror y nivelaba el combate. Sus carros arremetían
contra varios de los africanos hasta un desenlace traducido en gritos y
cordones de sangre; cuando victoriosos, intentaban repetir la hazaña. La acción
dispersaba las unidades, facilitando el ataque de los soldados de a pie.
Contemplé la escena atónito. Fuera la película más
realista que hubiera visto o la lección de historia más clara y precisa que
hubiera podido recibir, fue un creciente interés por retornar a lo que conocía
como presente lo que me quitó del atontamiento. Así, pues, retomé la búsqueda
del mercado, primero caminando delicadamente hacia atrás, del mismo modo en que
procede quien pretende disimular su ida, luego en una hambrienta carrera hacia
cualquier parte.
Miré hacia atrás, sin detener el paso. Un arquero tensaba
la cuerda de su arma en mi dirección. Aceleré, si eso era posible; en mis
mejores épocas, mi estado físico contemplaba soberbio la decadencia desde una
distancia que en realidad era imperceptible.
El aire se desnudó en un silbido y me estremecí. Describí
un trayecto errante, equívoco, en aras de desorientar al agresor. Llegó otro
silbido, y luego dos más. El número crecía a la par del cansancio: circundaban
flechas cuya trayectoria se perfeccionaba mediante el intento. Algunos
proyectiles sembraban odio en la tierra, otros rebotaban un par de veces antes
de yacer en espera de revancha.
Voces cortantes azuzaban mi carne. Los pies flotaban;
la respiración, presurosa y ahogada, ocultaba cualquier escondrijo en la
decrepitud de la tierra oriental. Miré al cielo preguntándome por la ventura de
los hititas en ese momento. Tampoco importó. Sentí un puntazo, que se volvió
ardor tenaz en mi espalda.
Habrá sido el horror, el dolor o la desesperanza; algo
de aquello tiene que haberme provocado un vahído ineluctable. La escena, con
sus soldados enviando a sus rivales en compañía de las deidades del más allá,
se vistió de carmín. Las voces trocaron en ecos distantes, el paisaje en
revoltijo de colores verdosos y amarillos y luego en una imagen rojiza para desleírse
lentamente.
Santiago vociferaba palabras ininteligibles; yo,
transido y aturdido, intentaba recobrarme. Demoré en abrir los ojos y cuando lo
hice, lentamente, enceguecido por la luz, el alivio lo alcanzó, pues en su tono
admonitorio me preguntó qué me había pasado, el por qué de mi errático
comportamiento.
Evoqué la batalla, sus clamores y quejidos, el hedor
de la muerte y el brío de sus protagonistas. Luego observé en derredor: los
pececitos fisgoneando, las miríadas de rijosos artículos colocados cromáticamente, los empleados en sus
funciones, el personal de seguridad dando aviso al cuerpo médico. Desde un
altavoz una fémina proponía ofertas.
Más torpe que asertivo, más juicioso que dolorido,
confesé que me había perdido, que no recordaba nada, que quizás se me hubiera
bajado la presión.
Me escuchó asintiendo en cada una de mis pausadas
palabras. A su turno, la condescendencia, ese tinte infantil que utiliza para
los hijos de su hermana, salió a la puerta para recibir a la irritación. Afirmó,
a través de un repositor presente en calidad de testigo, que yo había huido de
su presencia para espiar entre las góndolas a una pareja con hijos; aquellos discutían
acaloradamente, los párvulos tomaban posición por uno u otro. No contento con
eso, añadió Santiago, amoratado, inicié una carrera frenética y a los gritos
por los pasillos en dirección a los equipos de audio, donde finalmente
coincidí, en tiempo y espacio, con una pila de artículos electrónicos.
Necesito vacaciones, agregué, elusivo, dirigiéndome
al doctor que arribaba. Siempre necesitamos vacaciones.
Lo que no pude explicar, ni alucinando siquiera, fue
de dónde habían salido las hebras de pasto seco enredadas en mis puños.
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