En la orilla, a causa del aire que del río provenía,
el frío resecaba la piel. Los niños, ávidos de explorar y correr, elegían
ignorarlo y entretenerse un rato. El lugar, de todos modos, era feo. Pasado el malecón
nacía una costa breve y de arena tenebrosa, receptora de una oleosa y sombría
marea rociada de plomiza espuma. El líquido se ocupaba, escrupulosamente, de acarrear
residuos entre la margen y mar adentro. A la distancia, un muelle podrido y mutilado
parecía flotar al mismo tiempo que contaba sus añosas historias de pescadores y
botes amarrados.
La muralla se extendía, inasible, en ambas
direcciones por kilómetros, y se salpicaba de grupos lejanos y agrupados: amigos
en su tiempo libre, paseanderos con sus equipos de mate y hasta quienes osaban
desafiar las posibilidades biológicas del río con sus cañas de pesca.
Se iba el sol y sobre el horizonte los cargueros
encendieron sus luces, que contrastaban con sus débiles siluetas aún discernibles
en el gesto traslúcido de la niebla.
Uno de los niños divisó, entre la negrura de la
arena, los camalotes, latas y botellas, una pequeña caja, luminosa como un
dolmen en un llano. Se hallaba distante de la orilla, en un ínfimo islote
separado por un vado de indiscernible profundidad. Sus vocinglerías alertaron a
sus padres, quienes a la distancia percibieron algún valor en ella y, en
arrebatos de aventura, eligieron ir a buscarla.
Fueron necesarios un par de brincos para alcanzar el
islote; el barro resbaladizo y la diferencia de altura en favor del cayo pretendieron
dificultar la misión mediante un sutil tropiezo. El padre retornó al grupo con
los premios; un semblante grave, hierático, y la caja en cuestión.
De dimensiones reducidas, estaba confeccionada de
una madera delgada, vulgar, provista de una base más extensa y gruesa que el
resto del cuerpo. La humedad había hinchado la sustancia en uno de los lados,
aunque se conservaba en bastante buen estado. Cabía presumir que no había
pasado mucho tiempo allí; en aquel paraje mugroso, su color límpido la delataba.
No tenía tapa –quizás ya fuera propiedad del mar– y contenía restos de barro, cuyo
peso le habrá permitido mantenerse de costado. Fuera de los detalles estéticos,
el interior estaba completamente vacío.
El hombre les señaló su hallazgo. Sobre la cara externa
que diariamente gozaba del sol, se bañaba en el río y contemplaba los barcos, una
etiqueta, originalmente blanquecina, revelaba letras cerúleas garabateadas en
renglones breves y desapasionados.
Aún legible, el texto decía: "Ana María B...,
18/05/2016".
El grupo, imitando al antecesor, la olvidó en
aquella orilla.
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