Alguna vez fui anarquista. Bueno, no seriamente.
Para un mocito desconocedor de la historia y de la realidad
argentina, para alguien que jamás había leído a Proudhon ni a Bakunin, que era
incapaz de asociar el nombre Severino Di Giovanni a actividad alguna, para
quien Sacco y Vanzetti podrían haber completado con el anteriormente citado una
línea de tres en una hipotética formación futbolística, pensarse
"anarquista" hubiera sido un error mayor; por entonces yo creía en la
deshonestidad de la democracia.
Era adolescente, rondaría los trece o catorce años de
edad; el gobierno de Raúl Alfonsín restauraba el poder democrático en el país. Sin
embargo, por entonces ya habían estallado algunos casos que el periodismo de
entonces asoció con la corrupción. Ya habían tenido lugar los sucesos de Semana
Santa y los planes económicos fracasaban uno tras otro. Los medios
audiovisuales opositores no hacían sino ensalzar mi desencanto y el de una
nación que abrazaba el regreso a la democracia pero que buscaba respuestas a ciertas
necesidades. Entonces, al percibir yo un sistema gubernamental infecto, la
única solución discernible consistía en extirpar la podredumbre.
Ante mis bríos contestatarios y enfrentados a la supuesta
concupiscencia política, mi madre me regaló un libro. En su visión, si yo pretendía
agitar la bandera negra, que lo hiciese con fundamentos. Tiene en claro que para
opinar es menester saber, que la formación es un valor capital. En lo que
concierne a mantener una postura o un ideal, el conocimiento contribuye a generar
apreciaciones más interesantes y profundas.
Retomando, por la carencia de erudición llegó a mis
manitas un libro intitulado "El anarquismo", escrito por H. Arvon.
Digamos que empecé el libro como animal curioso. Mi
primer interrogante fue dilucidar el significado de esa hache seguida de un
punto en el nombre del autor. Siempre afecto a leer, comencé a hojearlo. Recorriendo
las primeras páginas, descubrí que el nombre de pila era Henri. El segundo
interrogante, sin respuesta y dependiente del primero, inquiría la razón que
llevara a omitir el nombre completo en tapa cuando sobraba espacio para
colocarlo.
Pese a la banal intriga, se trataba de un mal
comienzo que solo empeoraría. Para un adolescente más interesado en los
avatares románticos de la edad o en recargadas manifestaciones de testosterona,
leer sobre historia política significaba una invitación al tedio. Hablarme de
la Revolución Francesa y su impacto en el liberalismo (¿y qué es el
liberalismo?, debo haberme preguntado) no era la mejor manera de vender un
ensayo a un individuo subordinado a sus hormonas. Por no hablar de la tapa: el nombre
acotado, casi apocopado, del señor H. Arvon y un conglomerado de coloridas flechas
apuntando en diferentes direcciones, explicaba, a mi juvenil entender, la
prosa, construida con oraciones pomposas, viscosas, interminables, tendiente a
citar hombres ignotos y a rumbear hacia destinos inextricables.
Así fue como mi resistencia anarquista cedió en la
primer media página.
Con todo, el anarquismo es un movimiento que merece
atención. Varios años después, por ejemplo, leería En la semana trágica, de
David Viñas, un libro sobre la vida de Simón Radowitzky (que además cubre los
sucesos de la semana trágica), y vería la película italiana Sacco y Vanzetti.
La foto que acompaña esta publicación es,
justamente, el ejemplar que derrotara a un púber quejoso y escéptico. Este
libro descansó un par de décadas en un anaquel en la biblioteca, en favor de
otros que resultaron más atrayentes. Cuando termine los libros que tengo en
lista, monsieur Arvon, judío, alemán de nacimiento, francés por elección, ex profesor en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de Clermont-Ferrand, tendrá
su revancha.
Au revoir.
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