Las tardes de
verano ya no son lo que eran, piensa el hombre, mientras una vez más remueve el
sudor persistente en su frente y cuello. Interpretado como una perversa
manifestación de dominancia, el fluido también halla fascinación al rellenar su
contorno en la cama. Respira lento, aguantando el aire tibio en los pulmones,
mientras anhela el descenso del sol para una bocanada álgida. Entretanto, el
ventilador chirría en cada giro el abuso de labor y en su protesta apenas revuelve
el bochorno en la habitación.
Escucha (o cree
escuchar) una voz en una radio cercana, donde la locutora se queja por los sesenta
grados de temperatura y por una cantidad afín, aunque levemente superior, de
sensación térmica. El hombre se pregunta cuál es la razón que sostiene dos
valores diferentes basados en una única condición. Al fin y al cabo, agrega
para sí, siento un solo calor, pero
qué calor, y destila pullas inaudibles.
El hombre, seco,
amarillento y anguloso, que supone su peso mayor de lo que es en realidad, parpadea
repetidas veces antes de levantarse esforzadamente en busca de un vaso de agua.
Gira hacia su lado derecho apoyado en las coyunturas, logra sentarse en la
pantanosa cama, enfunda los pies en sus pantuflas de tela, y las arrastra
imprudentemente para evitar que la viscosa puerta de caoba continúe alejándose.
De una manera u otra alcanza el vestíbulo, donde por un instante confunde el
cuadro del paisaje campestre con una ventana mientras las líneas celestes del
empapelado bailan, y enfila hacia la cocina.
Los grifos refunfuñan
sin ofrecer nada más; sumarios, apenas entregan un ronquido espaciado, por
tandas, y tan seco y aprensivo como sus conductos. Fastidiado, abre la heladera
para beber un vaso de vino blanco que quedó de la noche anterior. Escanciada de
un trago, la frescura anima una segunda ronda. Entonces el techo y las paredes,
que se habían hinchado en torno a él hasta casi tocarlo, comprenden de
prudencia y comienzan a alejarse.
Abre la puerta
principal y parapetado en el umbral, contempla la calle. Un calor seco e
intenso lo recibe; las casas de enfrente se deforman tras el candente vaho
emanado del suelo. Podría cocinar un bife en el asfalto, colige. Reconoce en todas
direcciones la aridez moribunda del pueblo: las verdes hojas de los árboles
apenas tiemblan, se admite incapaz de oír siquiera un pájaro en el soleado comienzo
del atardecer. Rememora épocas exuberantes, de bullicio, trabajo y progreso, de
cuando la juventud colmaba el pueblo, de cuando administraba la única
ferretería de la zona, de cuando conservaba amistades, y por supuesto, de
cuando conoció a Marta. El contraste, piensa, es agreste y cruel; sobrelleva el
dolor de la permanencia, la virulencia de lo perenne. Quizás la galbana en los
sentidos contribuye a instaurar un tiempo congelado, cual fotograma cuya
próxima instancia calca la precedente.
En el reloj de
la cocina dan las dos. Eso fue hace como dos horas, se dice, disgustado. Toma
una silla y, codos sobre la mesa, cubre su rostro con las manos, conservando la
posición hasta que el fuego acompaña un torrente de transpiración que asalta su
cuerpo y se derrama sobre la mesa. Insiste con los grifos; lejos de capitular, lo
desairan, porfían una postura más inexpresiva que antes.
Sin más que
hacer, abre una ventana de par en par y descubre que sobre la calle, frente a
su casa, descuella una piscina de aguas frescas, centelleantes, sola para él. Gana
nuevamente la vereda preguntándose cómo inicialmente omitió su presencia.
Observa
nuevamente a los costados; nadie sale a la calle, nadie se encuentra cerca de
ella, nadie se percata de su buena fortuna. Se dirige hacia ella, receloso,
cohibido mas contento, buscando al ignoto dueño.
Al asomarse,
esperanzado de que el propietario lo note, se prenda de la efervescencia del
agua helada que alivia el ardor interno. El reflejo del sol requema y presume
su rostro naranja. Una gota cae en la pileta, alborotando el manto perlado.
Su mirada se
enrojece; el día parece menguar hacia el ocaso aunque el sol no ha caído. Las
paredes colindantes y las de las casas de enfrente se disuelven, difuminándose
tras matas de polvo. Huele a carne quemada; acaso un vecino, en arrestos vesánicos,
cocina un asado. Gotas de sudor desfilan por los lados de su cabeza yerma,
sometida a una liviandad febril, etérea. Sus labios, pausados y débiles, secos
como su garganta, exhalan el aire flamígero que, en cada movimiento, atiza y
hace crujir los pulmones. Pero no puede desviar la mirada de ese estanque generoso,
dulce y convocante, ansioso por ser su anfitrión.
Decide, pues, con
más voluntad que ímpetu, trasladar cansinamente su pesquisa hacia la casa de la
familia Deleute, ubicada a la derecha de la suya, donde, extrañados, le informan
que no poseen piscina.
Al acudir a la
casa de la familia Olviani, el señor de la casa, llamado Augusto, advirtiendo
el desventurado presente de su colindante, se compadece de él. Conocedor de
aciagos ribetes de su vida, y que en el pueblo lo adivinan gravemente enfermo, le
ofrece un vaso de agua, un lugar en su mesa, algo de conversación y, con las
reservas horarias del caso, accede a su petición.
El hombre,
agradecido pero tambaleante y consumido, bebe un vaso y reincide dos veces más.
Con algunas energías más, aún mareado y carente de apetito, rechaza quedo,
gentil, el pábulo. Avisa que pasará a la pileta de todos modos, pero en lugar
de dirigirse hacia el patio del vecino, retoma la calle, desoyendo el nebuloso llamado
de Augusto.
Frente a la piscina, sonríe, siente la tirantez en su boca y el fragor sobre
el cuerpo semidesnudo. Con la vacilación del caso, mete dificultosamente una pierna,
luego la otra. La victoria concentra efectos lenitivos pese a todo. Se sienta en
la piscina, el agua llega a la mitad de su pecho; percibe un gozo creciente. Al
recostarse alcanza una profunda felicidad; un abrazo cálido lo acoge, es Marta
quien le acaricia el rostro.
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