La historia la refiere Ceferino
Pereira, arriero de profesión. Quisieron los hados que una ventosa tarde de
enero volviéramos a vernos; una ruidosa y desventurada cantina fue el
escenario, dos ginebras la excusa. Hablamos, animada y pertinentemente, de
bueyes perdidos, de menudencias y de lo fortuito del encuentro. Así, en el acto
de ponernos al día, me resulta imposible evocar cómo decantamos en el tema. Lo
más probable es que, con la anuencia de las libaciones, el tema, arriándonos
cual ganado, nos guiase hacia él.
Eludiendo los vahos y la
desmemoria, citó una pretérita expedición bonaerense donde conoció a un tal
Efraín Alvear, quien le narrara una circunstancia acaecida a su vecino,
habitantes ellos de una localidad emplazada cerca de Banderaló, bien al oeste
de la provincia, casi derramándose sobre La Pampa.
Ceferino definió una urbe cuyo
nombre rehúye mis pensamientos, de extensión tan ínfima como la cantidad de sus
habitantes, de aquellas donde en el verano la resolana determina la actividad
diaria, dotadas de más bares que comercios, de aquellas donde quienes no
duermen la siesta a su modo honran la molicie.
Introdujo en su relato a don
Julio, protagonista principal de la historia y cuya morada era una por demás
vasta estancia próxima al pueblo. Lo nombró de esa manera, sin más que un
título y un nombre de pila. No proveyó un patronímico siquiera; presionado, dio
a entender que descendía de patricio linaje.
Aquel personaje, apenas
hundido en sus sesentas, se licuaba en el aire de tan finito. Unos pocos rulos
albos actuaban de cabellera completa si vestía sombrero. En su juventud fue un
mozo alto y elegante: al momento de la historia arrimaba al metro sesenta,
culpa de la contumacia de su espalda, emperrada en hacerlo preferir una figura
menguante.
De su historia personal
poco puede decirse, si abundan las elucubraciones. La gente lo saludaba
prefiriendo el temor al respeto: lejos de la fastuosidad, del garbo y la
elegancia, aprendió a vistear antes que a vestirse. Simpatizó con la gente
equivocada, farisaica y pendenciera. Los años se quedaron en el intento de
aplacar su carácter tinto y volátil que, según los pueblerinos, cargaba con el
peso de un par de puntazos determinantes. Había quienes, en aras de justificar
ese temple, lo definían como un bastardo fundándose en la acepción más
insultante. Con todo, había heredado el terreno de su padre, y su padre de su
abuelo, y éste de su bisabuelo: el rastro prosigue, repetitivo e isócrono, de
la mano de todos los primogénitos varones reculando hasta la Conquista al
Desierto.
La tarde del suceso, don Julio,
sentado cerca de la parra, buscó refugio ante una lluvia inminente. En
principio reposada, dejaba degustar la fragancia de la tierra húmeda resaltando
los matices verdosos de la vegetación y el dorado de las caléndulas. Fue capaz
de escuchar los cerdos chapotear en el fango y controlar el galbanoso arrastre
del molino en prolongadas quejas.
De pronto, la bestialidad: el cielo se
opacó prolongándose en una ruidosa muralla traslúcida ante un soplido helado,
intolerante e impenetrable consagrado a arrastrar cuanto pudiera. El molino
perdió la razón; temblaron luces y ventanas. Ecos del pavor animal alcanzaron
sus oídos.
Varios chispazos brillantes,
reiterados y enceguecedores, lo forzaron a entrecerrar los ojos: el rayo caía
muy cerca de su ubicación. Estremecido, en el momento en que la purísima luz lo
llenaba todo, avistó, a unos veinte metros de su ubicación, un contorno humano.
Usaba una lanza de bastón, vestía un pañuelo en la frente y lo cubría un largo
tapado. Quizás estuviera descalzo. De semblante grave, se veía débil y chupado,
ruinoso y cansado.