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miércoles, 27 de junio de 2012

Prisma


Campera, bufanda, guantes y gorra, todo en azul oscuro, como de uniforme. Salís a la calle oscura, helada y nebulosa, la que con su tinte hace que el paisaje desafíe al surrealismo. Una lluvia obcecada se dejó ver toda la tarde y el aire gélido está impregnado del olor a verde intenso, a la efervescencia vital de la tierra húmeda. Luces distantes desde puntos inocuos e irreconocibles delinean los edificios más cercanos. La bruma señala lánguidamente figuras informes identificables sólo al acercarse, siluetas borrosas que deambulan hacia direcciones imprevistas, cristales empañados en los automóviles, voces retiradas e ignotas. Camino a casa tus apresuradas botas divagan entre el barro, las baldosas desmembradas por las raíces de los pálidos tilos añosos y la hojarasca bronceada de fines de otoño, mientras tu respiración nimba volutas de lasitud.
Delante de tu cuero encorvado por el apuro se desplaza una silueta borrosa. Se trata de una joven enfundada en campera y ropas pesadas. Serán color azul o negro; la luz ambarina no se manifiesta suficientemente cooperativa. Es corpulenta, de movimientos cansinos y oscilantes, previsibles por su contextura; carga una henchida bolsa en su mano derecha.
Al acercarte su contorno crece. Su cabello es corto y castaño coronado con una gorra de lana negra; avanza, ensimismada y parsimoniosa. Sopesás el momento para sobrepasarla y seguir camino. La joven gira hacia la izquierda su cara regordeta al percibir tus pasos insensatos y urgentes. En ese movimiento ínfimo y breve, entre altanero y receloso, desde el rabillo del ojo escruta tus maniobras e intenciones, mociones y gestos buscando visos de traición.

–Tranquila– te oí decir, incómodo y forzado. Sonreís, aunque la bufanda te cubre la cara. –No...


La chica, poseída, acelera sus pasos, dejándote las palabras en la boca. Reducís tu marcha hasta que la muchacha se disuelve en la memoria. Tus guantes teñidos de carmín recobran el añil.
El centro de la ciudad languidece; termina la fiebre urbana de luces y colores para remitir mediante las estrepitosas cortinas de los comercios. La gente ha realizado sus compras y se esparce, cual diáspora, por la urbe. Es la hora donde en minutos lo único abierto serán quioscos, bares y restaurantes.
Es otra atmósfera, más clara, limpia y luminosa. Ves adolescentes reunidos en una esquina, conversando alegremente. Automóviles pasan con música a todo volumen. Los vendedores ambulantes apuestan a concretar una operación final. En un local de comidas rápidas, abigarradas colas aguardan su turno.
Frente a la vereda por la cual vas, un hombre de gorra, buzo y campera de nylon te mira fijo un par de segundos. Son ojos torvos, fisgones, desconfiados. Los labios finos, entreabiertos, en rictus de preocupación, se muestran preparados, amenazadores, armados, listos para actuar. Sus manos duras y ateridas, recluidas en los bolsillos, acopian tensión; parecen atesorar puños aguardando la oportunidad de salir.
Llegás a tu edificio y mientras subís la escalera tu cabeza retoma el asunto que parecía terminado. Lo entendés y en algún punto lo aceptás, pero igual te jode. Atravesás la puerta de entrada y das inicio a la ceremonia de la época: encendés la luz, te sacás esa especie de burka gruesa y procedés a encender el calefactor.

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