Campera,
bufanda, guantes y gorra, todo en azul oscuro, como de uniforme. Salís a la
calle oscura, helada y nebulosa, la que con su tinte hace que el paisaje
desafíe al surrealismo. Una lluvia obcecada se dejó ver toda la tarde y el aire
gélido está impregnado del olor a verde intenso, a la efervescencia vital de la
tierra húmeda. Luces distantes desde puntos inocuos e irreconocibles delinean
los edificios más cercanos. La bruma señala lánguidamente figuras informes
identificables sólo al acercarse, siluetas borrosas que deambulan hacia
direcciones imprevistas, cristales empañados en los automóviles, voces
retiradas e ignotas. Camino a casa tus apresuradas botas divagan entre el
barro, las baldosas desmembradas por las raíces de los pálidos tilos añosos y
la hojarasca bronceada de fines de otoño, mientras tu respiración nimba volutas
de lasitud.
Delante de tu
cuero encorvado por el apuro se desplaza una silueta borrosa. Se trata de una
joven enfundada en campera y ropas pesadas. Serán color azul o negro; la luz
ambarina no se manifiesta suficientemente cooperativa. Es corpulenta, de
movimientos cansinos y oscilantes, previsibles por su contextura; carga una
henchida bolsa en su mano derecha.
Al acercarte su
contorno crece. Su cabello es corto y castaño coronado con una gorra de lana
negra; avanza, ensimismada y parsimoniosa. Sopesás el momento para sobrepasarla
y seguir camino. La joven gira hacia la izquierda su cara regordeta al percibir
tus pasos insensatos y urgentes. En ese movimiento ínfimo y breve, entre
altanero y receloso, desde el rabillo del ojo escruta tus maniobras e
intenciones, mociones y gestos buscando visos de traición.
–Tranquila– te
oí decir, incómodo y forzado. Sonreís, aunque la bufanda te cubre la cara.
–No...
La chica,
poseída, acelera sus pasos, dejándote las palabras en la boca. Reducís tu
marcha hasta que la muchacha se disuelve en la memoria. Tus guantes teñidos de
carmín recobran el añil.
El centro de la
ciudad languidece; termina la fiebre urbana de luces y colores para remitir
mediante las estrepitosas cortinas de los comercios. La gente ha realizado sus
compras y se esparce, cual diáspora, por la urbe. Es la hora donde en minutos
lo único abierto serán quioscos, bares y restaurantes.
Es otra
atmósfera, más clara, limpia y luminosa. Ves adolescentes reunidos en una
esquina, conversando alegremente. Automóviles pasan con música a todo volumen.
Los vendedores ambulantes apuestan a concretar una operación final. En un local
de comidas rápidas, abigarradas colas aguardan su turno.
Frente a la
vereda por la cual vas, un hombre de gorra, buzo y campera de nylon te mira
fijo un par de segundos. Son ojos torvos, fisgones, desconfiados. Los labios
finos, entreabiertos, en rictus de preocupación, se muestran preparados,
amenazadores, armados, listos para actuar. Sus manos duras y ateridas,
recluidas en los bolsillos, acopian tensión; parecen atesorar puños aguardando
la oportunidad de salir.
Llegás a tu edificio y mientras subís la escalera tu cabeza retoma el
asunto que parecía terminado. Lo entendés y en algún punto lo aceptás, pero
igual te jode. Atravesás la puerta de entrada y das inicio a la ceremonia de la
época: encendés la luz, te sacás esa especie de burka gruesa y procedés a encender el calefactor.
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