Aquella mañana
el pueblo se levantó, como casi siempre, con la voz rasposa de Alejandro,
quien, desde su programa radial, comenzó con una retahíla de chistes de tercera
categoría vinculados a las canciones folklóricas que sonaron en la jornada hasta
que sacó de la modorra al pueblo con su original propuesta.
Presa de una
singular algarabía, mencionó un caballo joven, sin nombre ni marcas
particulares, de unos cuatrocientos kilos de peso y alrededor de un metro
setenta de estatura, perteneciente a don Serafín Maidana, que sería regalado a
la primera persona que acertara su color. Como única pista agregó que la
tonalidad comenzaba con la segunda vocal del alfabeto y determinó como plazo
perentorio e impostergable el mediodía.
Pronto el rumor
se diseminó por las calles y los negocios, los bares y los talleres. Se comentó
escuetamente el tema, en parte por el sueño breve, en parte por la apuesta de
cada uno por su propia buena ventura. Rostros contritos y elusivos optaron por
platicar sobre el fútbol regional o sobre el cumpleaños de quince de la hija
menor del gerente del banco.
Conforme el
amanecer se tornaba historia y con el ofrecimiento aún en pie, se indagaron
unos a otros sin distinción de oficio ni profesión. Plomeros y electricistas,
médicos y contadores, todos se miraban con caras egoístas, intrigantes,
dubitativas e incluso jocosas. De mofas y chanzas iba la cosa, pues no hallaron
quien asegurara poseer una réplica adecuada.
A media mañana,
el revuelto avispero había retornado a su habitual placidez; aquel mundo eligió
por entonces girar sobre sus incontables ejes.
Viendo la
escasa repercusión del convite, Alejandro intentó motivar a su audiencia
asegurando que la respuesta era fácil, y sugirió concentrarse en los matices
menos luminosos. Se comunicó telefónicamente con don Serafín para confirmar el
sorteo y contar con su pública aquiescencia.