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domingo, 9 de agosto de 2015

Sorteo


Aquella mañana el pueblo se levantó, como casi siempre, con la voz rasposa de Alejandro, quien, desde su programa radial, comenzó con una retahíla de chistes de tercera categoría vinculados a las canciones folklóricas que sonaron en la jornada hasta que sacó de la modorra al pueblo con su original propuesta.
Presa de una singular algarabía, mencionó un caballo joven, sin nombre ni marcas particulares, de unos cuatrocientos kilos de peso y alrededor de un metro setenta de estatura, perteneciente a don Serafín Maidana, que sería regalado a la primera persona que acertara su color. Como única pista agregó que la tonalidad comenzaba con la segunda vocal del alfabeto y determinó como plazo perentorio e impostergable el mediodía.
Pronto el rumor se diseminó por las calles y los negocios, los bares y los talleres. Se comentó escuetamente el tema, en parte por el sueño breve, en parte por la apuesta de cada uno por su propia buena ventura. Rostros contritos y elusivos optaron por platicar sobre el fútbol regional o sobre el cumpleaños de quince de la hija menor del gerente del banco.
Conforme el amanecer se tornaba historia y con el ofrecimiento aún en pie, se indagaron unos a otros sin distinción de oficio ni profesión. Plomeros y electricistas, médicos y contadores, todos se miraban con caras egoístas, intrigantes, dubitativas e incluso jocosas. De mofas y chanzas iba la cosa, pues no hallaron quien asegurara poseer una réplica adecuada.
A media mañana, el revuelto avispero había retornado a su habitual placidez; aquel mundo eligió por entonces girar sobre sus incontables ejes.
Viendo la escasa repercusión del convite, Alejandro intentó motivar a su audiencia asegurando que la respuesta era fácil, y sugirió concentrarse en los matices menos luminosos. Se comunicó telefónicamente con don Serafín para confirmar el sorteo y contar con su pública aquiescencia.

viernes, 31 de octubre de 2014

Legumbres


Probablemente usted no lo recuerde, pero para eso estoy yo, para refrescarle la memoria. Se llama Ricardo Alves da Caipirinha, mejor conocido como Figueredo. ¿Ahora le suena de algún lado? De diez jugaba, de diez, le hablo de cuando los dieces existían: cuando había un deportista que ordenaba las jugadas, no como ahora que son robots huecos y predecibles que tocan para atrás esperando que el otro se equivoque. Un diez, especie extinta, capaz de soportar codazos, alfileres y patadas; criatura genial, romántica e idealista que, a fuerza de regates y pases, supo ser el orfebre de la emoción, la gloria, la pasión, la excitación, en fin, lo lindo y mágico del fútbol.
Era oriundo de San Pablo y mire lo que son las cosas, era hijo único nacido en el seno de una familia acomodada. Dios sabrá para qué y por qué nos lleva por donde nos lleva, pero el mimado eligió mimar al resto. Ya de chico, decía la madre, el niño evidenciaba un desapego material, era humilde y austero, apegado hacia lo popular. Jugaba con otros niños que no eran de su barrio ni de su clase social. También, por supuesto, conoció el fútbol a través de ellos, y regalaría tantas gambetas como juguetes.
Usted sabrá, el chiquito aprendía rápido. Pronto comenzó a descollar, favorecido por su físico menudo y finito como una garrapata: atravesaba esos escrupulosos resquicios entre los rivales mejor aún que el viento. Adoptó gran destreza técnica y demostró sobresalir claramente por sobre sus pares. No tardó en cambiar su entorno para jugar con muchachos mayores que él, donde mostraba su preferencia por el fútbol lujoso. Pases milimétricos sin mirar, quiebres de cintura inesperados, fintas imposibles: la pelota en sus pies desafiaba las convenciones de la materia. Con frecuencia los vecinos se detenían a observar los encuentros. En muchas de esas ocasiones se oyeron aplausos.
Sus defectos, que por supuesto tenía, dieron para horas y horas de café en los bares paulistas. El tiempo se encargó de magnificarlos, de castigarlo duramente, de cubrir sus virtudes bajo una pátina descalificadora. Me gustaría ser imparcial, pero le tengo un gran afecto al pibe, siempre luchó contra las adversidades y encima es una gran persona. Acepto, pues, que además de pasar poco el balón y ser extremadamente controlador del juego, su velocidad solía ser duramente cuestionada. Brunildo Aorta, célebre DT de inferiores, dijo una vez: “he de admitir que correr no era lo suyo, ni siquiera cuando tenía ganas”. Conozco gente que se ofendió al escuchar el testimonio de un argentino, concretamente porteño, que juró haber visto jugar a Figueredo frente a Vasco da Gama. En su opinión, el enano de piedra que custodia el jardín de su casa en Balvanera le hubiera ganado en los cien metros llanos. Su amigo, también porteño, concordó, al tiempo que vaticinó el triunfo del enano por esa misma distancia como diferencia. Pero no vale la pena enojarse por un porteño, mucho menos por dos, si nadie les cree: piensan que Dios nació un 30 de octubre.
Cumplidos los trece años, Figueredo fue a probarse al club San Pablo. Obvio que pasó las pruebas de admisión con éxito. Quizás le aburra saber que tuvo dulces años en las inferiores del San Pablo, que lo colmaron de reconocimientos y disfrutó numerosos títulos. Las dificultades arreciaron después, cuando llegada cierta edad sus defectos le trabaron el camino al éxito: su escasa predisposición al vértigo era el ingrediente principal para conjurar el hechizo contra el salto a primera división. Tenía veinticinco años; sus primeros compañeros ya habían debutado en primera y él no. El preparador físico diseñó una estrategia de trabajo para él. A los pocos meses se vieron los primeros resultados: su velocidad había aumentado, pero no era suficiente.

lunes, 16 de junio de 2014

Mirada Clínica

Años atrás trabajé en un neuropsiquiátrico. Estaba ubicado en una zona céntrica de la ciudad y era pequeño. El cuerpo principal era un caserón grisado de dos pisos, en el superior se alojaban los pacientes, en la planta baja estábamos los administrativos y los consultorios. La construcción lindera también pertenecía a la clínica: era blanca y poseía una entrada más pequeña. La ventana del frente daba a una sala de reuniones. El resto del predio contenía instalaciones diseñadas para recibir pacientes ambulatorios. Sus dueños eran amigos de una pequeña porción de mi familia.
Recuerdo la reacción de cada nueva persona cuando le contaba dónde me desempeñaba. Generalmente se producía un silencio extravagante y filoso capaz de cambiar todo en un instante. El éter en el que estábamos inmersos volvía a ser trascendente. De pronto había más personas con quien conversar o tareas que realizar. El tránsito, la radio o los cantos de las aves ganaban un sorpresivo protagonismo. Los rostros simulaban una fingida naturalidad y en el patetismo de la incertidumbre buscaban suavizar facciones. Acaso haya destruido, de manera involuntaria, sueños histriónicos.
Pero lo que más recuerdo es la mirada. Mientras duraba el impacto me estudiaban, con curiosidad o temor, buscando indicios, señales que mi trabajo pudiera haber incorporado a mi personalidad. Escudriñaban mis ángulos, mis concavidades, mis imperfecciones, con el fin de hallar sesgos de aquellas enfermedades mentales de rimbombante nomenclatura cuyos síntomas, empero, ignoraban.

martes, 2 de julio de 2013

La niña

Llegó con las flamas tornasoladas del atardecer y camuflada bajo la tierra colorada que la sudoración invitó, habiendo dejado tras de sí kilómetros de polvareda. Cargaba consigo un pequeño morral de cuero negro y una tribulación intensa que parcialmente disimulaba su agotamiento.
En la recepción averiguó el número del cuarto y se internó en el ambiente aséptico, cruzando personas y diálogos ajenos; las multitudes deambulaban, algunas no tan metafóricamente, en sus disquisiciones. Se repartían en grupos aunados en sensaciones consonantes; veía rostros acongojados, inquisidores, angustiados, agotados, perdidos.
Un postrer esfuerzo de escaleras la dejó en el hall. Al fondo, una comunión de ojos familiares calló al reconocerla. En ese ambiente incómodo, de afecto simulado, un par de ojos inició una poco interesante relación social con ella. Varios ojos colindantes se sumaron a la conversación.
Ella, naturalmente, tenía otro interés para el cual aquellos órganos representaban un obstáculo. Quería franquear la puerta, aunque ellos la retenían. Finalmente, con un “permiso”, seco y amargo, aunado a una veloz maniobra, se alejó de las disuasiones y entró en la habitación, donde la esperaba su padre, para quien el tiempo bosquejaba una medida irrelevante.
Aunque duró un segundo, la imagen la golpeó. Sus ojos torrentosos de niña casi adolescente se cruzaron con un cuerpo disfrazado con cánulas y prolongado en cables y sueros. Unas luces copiaban la orografía serrana en una pantalla verde. Desvió su mirada al pecho, donde percibió una respiración casi aparente.
Enceguecida por un relámpago vertiginoso de recuerdos, las felices tardes en bicicleta en la plaza, los cumpleaños veraniegos, los abrazos y las promesas, las canciones y los cuentos, los juegos compartidos y las veces que lo hizo enfadar se entremezclaron en el frío fulgor.
Mientras la enfermera, enfundada en un ambo opalino, la acompañaba hacia la salida de la habitación, la niña halló el relicario en su morral y tomó el rosario que contenía. Apretó sus labios y la cruz con todas sus fuerzas. Primero sintió un calor intenso y abrasador en dos o tres puntos de la palma. No tardó en sobrevenir el dolor, pero aguantó y mantuvo el puño cerrado. Luego, con la mano temblorosa pero aún negando la visión de la cruz, llegó el alivio: la extremidad le dolía más que el pecho. La abrió y vio tres pequeñas mellas sanguinolentas y despellejadas, coincidentes con tres de las cuatro puntas de la cruz.
Marta, su tía, le había solicitado que la esperara para ir y que rezara, que tuviera fe, que le pidiera a Dios. La niña entrelazó sus dedos y, mirando al cielo, que por entonces desnudaba una luna menguante, comenzó a balbucear, a ensayar una torpe súplica por el que se apagaba.

domingo, 13 de enero de 2013

Justa


Hoy es mi cumpleaños y no tengo ganas de escribir, así que dejo un cuento que algunos visitantes de este espacio conocen. Es bastante más largo que el resto de mis relatos (3500 palabras aproximadamente, contra las 1500-1700 habituales) y más delirante. Lectores, dense por advertidos.

Prevenciones preliminares

La verdad, tan esquiva al recupero del pasado, tan obcecada ante la curiosidad de los mortales, prosigue impasible en las sombras, silenciosa, custodiada por la indiferencia y la ignorancia. En limitadas ocasiones su guardia es burlada, los misteriosos arcanos son liberados y, al menos por un instante, cae el velo oscurantista. En el caso que nos toca, la estricta vigilancia demanda vías alternativas regidas por el escaso material encontrado, cavilaciones, inferencias y la mera imaginación; A duras penas evitan que el manto se confunda con una gruesa y pesada cortina. Enhorabuena, pues: en las líneas que siguen se ha recopilado la tenaz y esforzada labor de investigadores, antropólogos y estudiosos de prestigiosas universidades y museos procedentes de todas partes del globo, quienes, pese a haber encontrado escasos vestigios de las civilizaciones que participan en la narración, desairaron la mentada protección y se atrevieron a quitar el velo, contribuyendo invalorablemente en la reconstrucción de la historia. Las fuentes escritas halladas cobraron gran valor también; debe mencionarse la obra de Cayo Litigio Alberto, obscuro poeta, historiador y jurisconsulto romano, testigo de la historia por su carácter de frecuente viajero.
Acaso este relato prevaleciera sumido en la carestía del conocimiento, en la privación del sinergético aporte humano antes mencionado, no existiría como revisión histórica; Merodearía los bañados que circundan al reino de la fantasía. Por tanto, quien suscribe, que no es sino un mediocre orfebre de oraciones y compendiador de realidades e ilusiones, un individuo volcado al acto de trasuntar testimonios, un sujeto que ensaya rescatar del olvido algunas páginas del pasado esperando al menos echar luz sobre el manto, o un guardián del “copiar y pegar”, conforme a la opinión de una caterva de suspicaces afectos a los vocablos peyorativos, se siente en la necesidad de manifestar su gratitud a quienes han asistido, auxiliado y colaborado en la liberación de la denostada cautiva. A todos ellos, infinitas gracias.