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viernes, 28 de enero de 2011

Jezebel

Había culminado mi jornada laboral. Era un caluroso y soleado mediodía de enero en una ciudad rebosante de calles abandonadas, desérticas, disponibles, pese al horario pico. Muchos comercios permanecían cerrados desde el inicio del mes, otros aguardaban impacientes el inicio de la segunda quincena para hacerlo. Sufría la ciudad su propia desnudez, ese cisma poblacional, el desapego estacional, endémico, destilado en el alambique vacacional veraniego. A quienes nos veíamos en el infame trance de permanecer en la urbe, privándonos de ese zumo, oleadas de fuego nos recibían, y a su encuentro nos amedrentaban y aplastaban en la ausencia del viento. Dirigíame al centro de la ciudad a realizar trámites, cuando entre el bochornoso, pesado vaho que dibujaba los interminables edificios con trazos oblicuos, o curvos, diríase irreverentes, y que teñía los tilos de un sinnúmero de tonalidades rojizas, verdosas y azuladas, la introspectiva travesía imaginada en mis ojos debió relegarse ante dos fanales ambarinos y un rictus de alegría que ya me habían ubicado. La persona dueña de esos atributos era una mujer que, al reconocerla, me devolvió a mi pasado.
Afloró en mi vida durante la adolescencia, transcurrida en Gualeguay, ciudad enclavada en la terca humedad de la mesopotamia entrerriana. Rubia, alta, de piel blancuzca, rasgos romanos, ojos color miel y sonrisa publicitaria, me atraía desde la unicidad de su nombre. Jezebel se llamaba, con esa grafía bíblica y singular demarcada por el tajante cincel del Registro de las Personas.
Recuerdo que nos reencontramos en el inicio de nuestras instrucciones universitarias y comenzamos a socializar con cierta asiduidad. Existía un principio de afinidad y conforme la conocía cobraba mayor protagonismo en mis desvaríos. Entretanto, el vínculo entre ambos crecía ávidamente.
Intenté conquistarla y fallé. Insistí, con el mismo resultado. Perseveré un poco más y me torné un fastidio, un pesado entusiasta de aquel conato romántico.