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miércoles, 15 de enero de 2020

Los desahuciados


No soy de ver televisión, pero cuando lo hago generalmente elijo un programa de la peor ralea. Esos a cuyos espectadores les cuesta admitir que los ven son realmente extraordinarios. Son una mezcla de ruindad, morbo y curiosidad perfectamente diseñada. Quienes crean estos programas los envasan de manera atrayente para un público ávido, le ponen el moñito y te lo sirven en tu horario favorito, así que te demuestran que mirar patetismo está bueno y es sabroso.
La última vez encontré un ejemplo —o mejor dicho, producto— perfecto: era un programa de esos que tienen gente encerrada hablando tonterías, no recuerdo el nombre. Una conductora comentaba sobre los participantes, a quienes describió como “viejas glorias” veneradas, adoradas, dueñas de un pasado turbulento y glorioso.
Tras la introducción, la cámara encontró una sala de estar blanquecina y austera: tan solo unos sillones y un largo sofá alrededor de una mesa ratona cortaban la monotonía. Sentados en ellos, unos hombres discutían sobre quién era el más fuerte. Veías la ropa de esa gente y pensabas que era una comparsa de carnaval o que se habían quedado en el tiempo, qué sé yo. Andaban con pilchas antiguas: tules en algún caso, cueros en otros, una que otra armadura también. Estaban los que les sobraba ropa y los que andaban medio en bolas; lo que se dice no tener criterio para vestirse considerando el calor que hace por estos días. Aquellos que usaban telas apostaban por colores cercanos entre sí, opacados por las tierras de oriente. Sobresalían el rojo, marrón, y eso que llaman “terracota”. Los de los cueros tenían aspecto de pendencieros, de haber viajado bastante y de confiar poco en la higiene personal. Y las jetas. ¡Hermano! Había quienes o usaban máscaras de animales que se veían reales, o se les había ido la mano con la cirugía.
Y uno de estos últimos era Montu, que parecía un pájaro. A la consigna se puso de pie, pico en alto, hinchado el pecho; su estampa hizo saltar a otro del sofá, en pose grandiosa. Ares se llamaba y vestía coraza, yelmo, la parafernalia metálica completa. Le hicieron un primer plano a Odín, quien, enarcando las cejas, le recordó a ambos su posición. Todo lo “viejas glorias” que quieras, pero cada vez que podían ponían el cartelito con el nombre.
Ajá, dije, tan pronto identificaron al lote. Basura con olor a culto. La peor mugre. Esa que te hace creer que cuando se terminó aprendiste suficiente como para opinar.