Buscar este blog

domingo, 23 de diciembre de 2018

De De Ce



Para la tía Adela, en el comedor, sobre la pared que daba a calle 144, la efigie de Cristo la recibía cada mañana.
Para el tío Humberto, quien solía seguirla desde un Cinzano, ella bordeaba la locura “pero desde adentro”, según decía. Se conformaba con ver que el asunto al menos la mantenía ocupada.
El día que Adela detectó la efigie primero experimentó una sobrecogedora sensación irradiada por la percepción de la existencia de un secreto oculto e inexplicable. Percibió un halo de novedad que persistía en escabullirse; pasó un buen rato escudriñando rincones, cajones y alacenas. Examinó debajo de las mesas, entre las sillas, en las macetas, sobre los anaqueles, tras la vajilla, entre los adornos y las flores de plástico. Miró en todas direcciones en busca de indicios hasta que, sin desearlo realmente, perdióse en la mitad de la pared que corría paralela a la entrada principal.
Entonces abrió los ojos grises y hambrientos. Fijó allí su callada ansiedad por un largo espacio de tiempo, quizás adivinando el lugar, quizás intentando procesar el descubrimiento. La boca apenas abierta develaba un hálito vago y consternado; las mejillas arrugadas lucían imperturbables, la mirada escrutadora parecía marmólea. Pronto, rematando en una sonrisa, revelaría un cataclismo de emoción, del mismo modo que ocurre al reencontrarse con una entrañable amistad.
Si una persona decidía contemplar un instante aquella pared quizás concordara con Adela. Acaso alguien evidenciara dificultades en la apreciación, ella, baqueana, demarcaba los rasgos. Con uno o dos dedos de su mano derecha acariciaba las concavidades de los purísimos ojos, los pómulos divinos, los sacros labios, atoraba sus falanges en la sabia barba, acompañando los gestos con un relato afable y quedo.
La persona descubría un joven en sus treintas de tono dorado pálido, acuoso, intuido. En ocasiones daba la sensación de observar admonitoriamente, pero la mayoría de las veces era un Cristo doliente; unos días ella aseguraba verlo pensante, otros extasiado. Y yo no sé si lo que cambiaba era la expresión, protegida tras el empapelado de flores amarronadas, o la interpretación del gesto.
En el barrio había habido otra aparición, conforme al decir de Agustín, amigo de Guillermo, hijo de la pareja. De acuerdo a lo que oportunamente narrara, la manifestación se había producido en su sartén tras asar una hamburguesa. En el lugar donde el alimento había sido cocido se adivinaba un rostro redondeado, de escasa y prolija barba. Añadió, sonriente, que la imagen daba señales interpretables como tareas a cumplir o generosos despliegues de sabiduría, según la circunstancia. La necesaria permanencia del mensajero, a su juicio, justificaba no lavar el utensilio. Protegió la aparición todo lo que pudo hasta que comenzaron a frecuentarla unos fieles sigilosos de múltiples patas.