No soy de ver
televisión, pero cuando lo hago generalmente elijo un programa de la peor ralea.
Esos a cuyos espectadores les cuesta admitir que los ven son realmente
extraordinarios. Son una mezcla de ruindad, morbo y curiosidad perfectamente diseñada.
Quienes crean estos programas los envasan de manera atrayente para un público
ávido, le ponen el moñito y te lo sirven en tu horario favorito, así que te
demuestran que mirar patetismo está bueno y es sabroso.
La última vez encontré
un ejemplo —o mejor dicho, producto— perfecto: era un programa de esos que
tienen gente encerrada hablando tonterías, no recuerdo el nombre. Una
conductora comentaba sobre los participantes, a quienes describió como “viejas
glorias” veneradas, adoradas, dueñas de un pasado turbulento y glorioso.
Tras la
introducción, la cámara encontró una sala de estar blanquecina y austera: tan
solo unos sillones y un largo sofá alrededor de una mesa ratona cortaban la
monotonía. Sentados en ellos, unos hombres discutían sobre quién era el más
fuerte. Veías la ropa de esa gente y pensabas que era una comparsa de carnaval
o que se habían quedado en el tiempo, qué sé yo. Andaban con pilchas antiguas:
tules en algún caso, cueros en otros, una que otra armadura también. Estaban
los que les sobraba ropa y los que andaban medio en bolas; lo que se dice no
tener criterio para vestirse considerando el calor que hace por estos días.
Aquellos que usaban telas apostaban por colores cercanos entre sí, opacados por
las tierras de oriente. Sobresalían el rojo, marrón, y eso que llaman
“terracota”. Los de los cueros tenían aspecto de pendencieros, de haber viajado
bastante y de confiar poco en la higiene personal. Y las jetas. ¡Hermano! Había
quienes o usaban máscaras de animales que se veían reales, o se les había ido
la mano con la cirugía.
Y uno de estos
últimos era Montu, que parecía un pájaro. A la consigna se puso de pie, pico en
alto, hinchado el pecho; su estampa hizo saltar a otro del sofá, en pose
grandiosa. Ares se llamaba y vestía coraza, yelmo, la parafernalia metálica
completa. Le hicieron un primer plano a Odín, quien, enarcando las cejas, le
recordó a ambos su posición. Todo lo “viejas glorias” que quieras, pero cada
vez que podían ponían el cartelito con el nombre.
Ajá, dije, tan
pronto identificaron al lote. Basura con olor a culto. La peor mugre. Esa que
te hace creer que cuando se terminó aprendiste suficiente como para opinar.
Las mujeres estaban
en otra cosa. Ellas poseían formas y facciones humanizadas y usaban vestidos
largos y claros. Deméter, Astarté y Artemisa hablaban de religión. Y hablaban
bien, con educación e inteligencia. Se preguntaban cómo era que las deidades
habían caído en desgracia. Cómo algunas de ellas habían resistido al paso del
tiempo y simultáneamente habían sido olvidadas. Cómo era posible que los
hombres hubieran perdido todo atisbo de amor, respeto e incluso temor por sus
otrora potentes figuras. ¿Dónde habían quedado los altares, los templos, las
ofrendas? ¿Cómo era que la humanidad había aprendido a vivir —y a perdurar— sin
ellas? ¿Por qué se las llamaba “paganas” cuando la mayoría precede a las de
grandes religiones actuales? Concluí —mejor dicho, me hicieron concluir— que el
sincretismo tendría que haber dignificado su valía y adelantamiento; ergo,
tendría que haber ocurrido en sentido opuesto.
Lástima, no les
dieron mucho tiempo, la cultura no tiene lugar en la inmediatez de la tele. Entretanto,
los machos seguían bravuconeando. Para calmar la situación, Baco los invitó a
beber una copa, a dejar de lado la discordia, a cantar y a reír. Por un lapso
breve, como los relámpagos de Zeus, lo miraron mientras él, expectante,
aguardaba una respuesta favorable. Los demás le dedicaron su mejor gesto de
desdén y volvieron al pleito. Me quedé esperando una pelea, una pulseada, una
provocación al menos, pero no pasaron de revolear su plumaje.
Más tarde, cada
uno a su turno ingresó en una habitación para confesar algo. O mejor dicho,
para que el universo entero —menos la gente con la que conviven— los escuche.
Entró Zeus y se
quejó por la falta de wifi. El encierro y la incomunicación le impedían utilizar
las redes sociales. No podía ver cuántos seguidores tenía ni podía visitar su
perfil en Tinder.
Montu se puso
insoportable. Se las pasó quejándose de Amón, un dios que reemplazó su culto.
“¿Cómo pude haber sido cambiado por ése?” repetía una y otra vez chocando sus
iracundos puños. “¿Por qué?”, “¿cómo fue
que mis fieles me abandonaron?” se preguntaba para luego esbozar una
explicación.
Deméter denunció
el incesante acoso de Zeus. Contó que las innumerables metamorfosis y las
“accidentales” incursiones en el baño cuando ella se duchaba fueron repelidas con
la ayuda de Artemisa.
Ares estaba
ciego de ira por no ser el más poderoso de la casa y porque descubrió que
alguien le usaba su cepillo de dientes.
Artemisa declamó
aburrimiento y solicitó una vez más permiso para cazar a Anubis, a quien
confundía (fingía confundir) con un zorro.
A Baco le molestaba
que lo tuvieran como una simple copia de Dioniso. Pero si había vino y buena
comida, se lo bancaba.
Y cuando estaba
por apagar el televisor, la conductora anunció la nominación. Las reglas determinaban
que los dioses debían elegir a dos de entre sus pares presentes. El primero
sería quien debería irse para siempre. El segundo debía asegurarse que el
primero no retornara; se le asignaba el rol de deicida.
El victimario
resultó Ares, enloquecido y pendenciero. Lo deben haber votado para que se sacara
las ganas de surtir a trompadas a alguien. El desafortunado fue Eolo.
Resonó una
chicharra en el living y Ares inició la cacería, brioso, espada en mano. Buscó
en el patio, en la piscina, en un arcón, tras el mobiliario y hasta debajo de
las camas. Frustrado, acusó a los demás de traición y los amenazó de muerte.
Afuera, el viento parecía reírse.
Astarté, entre
carcajadas, le recordó que hacía días que nadie lo había visto. Al dios del
viento lo presumían aún dentro, pero ninguno lo sabía con exactitud.
Ya fue
suficiente, pensé, y con el pulgar sobre el botón rojo del control remoto repasé
el espectáculo lamentable que acababa de ver. La tele lo había logrado una vez
más: en esta ocasión me vendió su patetismo metamorfoseado en dioses
ancestrales sumergidos bajo la cenagosa vileza comunicacional. Y en el proceso
me dejó cuestiones abiertas que se atropellaron en mi cabeza: ¿cómo habían tolerado
un trato semejante? ¿Cuándo y cómo fue que empezaron a mostrarse frágiles, vacuos,
manipulables, endebles, en suma, humanos? Pensé en la antigua civilización griega,
donde los dioses, etéreos, convivían entre los mortales, y eran tanto adorados
como temidos.
Y entonces me di
cuenta que estaba siendo blanco de mi propia crítica. Con todo, dirigí mi
atención al aparato buscando informarme sobre fecha y hora de la próxima
emisión.
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