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jueves, 29 de octubre de 2015

Restitución

La historia la refiere Ceferino Pereira, arriero de profesión. Quisieron los hados que una ventosa tarde de enero volviéramos a vernos; una ruidosa y desventurada cantina fue el escenario, dos ginebras la excusa. Hablamos, animada y pertinentemente, de bueyes perdidos, de menudencias y de lo fortuito del encuentro. Así, en el acto de ponernos al día, me resulta imposible evocar cómo decantamos en el tema. Lo más probable es que, con la anuencia de las libaciones, el tema, arriándonos cual ganado, nos guiase hacia él.
Eludiendo los vahos y la desmemoria, citó una pretérita expedición bonaerense donde conoció a un tal Efraín Alvear, quien le narrara una circunstancia acaecida a su vecino, habitantes ellos de una localidad emplazada cerca de Banderaló, bien al oeste de la provincia, casi derramándose sobre La Pampa.
Ceferino definió una urbe cuyo nombre rehúye mis pensamientos, de extensión tan ínfima como la cantidad de sus habitantes, de aquellas donde en el verano la resolana determina la actividad diaria, dotadas de más bares que comercios, de aquellas donde quienes no duermen la siesta a su modo honran la molicie.
Introdujo en su relato a don Julio, protagonista principal de la historia y cuya morada era una por demás vasta estancia próxima al pueblo. Lo nombró de esa manera, sin más que un título y un nombre de pila. No proveyó un patronímico siquiera; presionado, dio a entender que descendía de patricio linaje.
Aquel personaje, apenas hundido en sus sesentas, se licuaba en el aire de tan finito. Unos pocos rulos albos actuaban de cabellera completa si vestía sombrero. En su juventud fue un mozo alto y elegante: al momento de la historia arrimaba al metro sesenta, culpa de la contumacia de su espalda, emperrada en hacerlo preferir una figura menguante.
De su historia personal poco puede decirse, si abundan las elucubraciones. La gente lo saludaba prefiriendo el temor al respeto: lejos de la fastuosidad, del garbo y la elegancia, aprendió a vistear antes que a vestirse. Simpatizó con la gente equivocada, farisaica y pendenciera. Los años se quedaron en el intento de aplacar su carácter tinto y volátil que, según los pueblerinos, cargaba con el peso de un par de puntazos determinantes. Había quienes, en aras de justificar ese temple, lo definían como un bastardo fundándose en la acepción más insultante. Con todo, había heredado el terreno de su padre, y su padre de su abuelo, y éste de su bisabuelo: el rastro prosigue, repetitivo e isócrono, de la mano de todos los primogénitos varones reculando hasta la Conquista al Desierto.
La tarde del suceso, don Julio, sentado cerca de la parra, buscó refugio ante una lluvia inminente. En principio reposada, dejaba degustar la fragancia de la tierra húmeda resaltando los matices verdosos de la vegetación y el dorado de las caléndulas. Fue capaz de escuchar los cerdos chapotear en el fango y controlar el galbanoso arrastre del molino en prolongadas quejas.
De pronto, la bestialidad: el cielo se opacó prolongándose en una ruidosa muralla traslúcida ante un soplido helado, intolerante e impenetrable consagrado a arrastrar cuanto pudiera. El molino perdió la razón; temblaron luces y ventanas. Ecos del pavor animal alcanzaron sus oídos.
Varios chispazos brillantes, reiterados y enceguecedores, lo forzaron a entrecerrar los ojos: el rayo caía muy cerca de su ubicación. Estremecido, en el momento en que la purísima luz lo llenaba todo, avistó, a unos veinte metros de su ubicación, un contorno humano. Usaba una lanza de bastón, vestía un pañuelo en la frente y lo cubría un largo tapado. Quizás estuviera descalzo. De semblante grave, se veía débil y chupado, ruinoso y cansado.