Pese
a mis fútiles intentos, llegué tarde, el espectáculo había comenzado. Pagué la
entrada con la torpeza del presuroso; es irritante cuando el ocio muestra su
rostro tardío. Una antesala breve aunque turbia y mal iluminada a cuyo final
emergía la música me condujo al fondo del bar; ubiqué la barra, situada a la
derecha del escenario, donde pedí una cerveza.
Me
agrada el lugar, es pequeño y cálido. Luces discretas y suaves salvo en el
escenario donde, quizás en parte por culpa de los reflectores bajos, la mayoría
de las veces los artistas sudan a mares. Alrededor del proscenio las paredes
son de color crema claro. Parece pensado para resaltar a los artistas, pues en
el resto del establecimiento ostentan un tono violáceo, casi morado, como
sopapeadas hasta el ardor, ornadas con cuadros de grupos musicales de variadas
épocas y tendencias. En otra época lucían descarnadas las irregulares formas de
los ladrillos desnudos sobre las que podía seguirse con la mirada el trayecto
del cableado eléctrico. Frente a la barra, una pantalla gigante replica shows
multitudinarios. A un lado, tras un mostrador, se exhiben discos de singulares autores
en una estantería, con propósitos comerciales.
Eso
sí, cualquier precio pertenece a una realidad patricia y paralela.
En
verdad había asistido para ver a una agrupación que se definía como una
alternativa a las temáticas simplistas y dogmáticas que dominan los medios,
donde el dinero, el sexo, el barrio, las drogas, los placeres mundanos y la
vida fácil parecen ser los únicos intereses del hombre. Esta gente enfatizaba
la distancia de esa visión, ofreciendo al público una oportunidad para
reflexionar, para descubrir hechos de la vida y de la realidad que se hallan
negados por ese universo superficial y básico, cual témpano cuya parte visible
es más pequeña que la sumergida. Se denominaban “Adam Smith y la Recalcada
Blues Band” y elegí aprovechar doblemente la ocasión al haber recibido
opiniones muy favorables de la banda telonera.
Desde
mi posición debía ladearme para ver el espectáculo, pero no podía quejarme. El
escenario, como todos los actuales, era un promontorio menudo hecho de madera
entablillada. Menudo tanto en longitud como en estatura: podría concebirse como
un sutil desnivel, un peldaño único pero extenso. Cubría sus paredes con
coloridas banderas que cruzaban el fucsia con el amarillo más vívido: rodeadas de
brillantes festones, a veces amarillos, a veces verdes, promocionaban el
nombre, Nergi-X, en letras en azul eléctrico.
Los
reflectores frontales parpadeaban en destellos dorados mientras el quinteto
mostraba reminiscencias de Blondie y The Go-Go's en su música burbujeante e
hiperactiva. La guitarrista, zurda, sacudía su cabeza siguiendo el ritmo al
igual que el bajista, quien hacía lo propio con su propio cuerpo, en una
simbiótica danza con su instrumento. Focos en tonos rojizos y purpúreos los
envolvían. Alrededor de una estructura metálica colgaban guirnaldas y algunos
extraños símbolos que simulaban flotar.
Culminó
la canción y los cumplidos del público merecieron la sonrisa de la cantante. Entre
los vítores y procediendo del fondo distinguí un aplauso grave, sordo, inarmónico,
que duró unos pocos segundos.