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sábado, 8 de junio de 2019

El show



Pese a mis fútiles intentos, llegué tarde, el espectáculo había comenzado. Pagué la entrada con la torpeza del presuroso; es irritante cuando el ocio muestra su rostro tardío. Una antesala breve aunque turbia y mal iluminada a cuyo final emergía la música me condujo al fondo del bar; ubiqué la barra, situada a la derecha del escenario, donde pedí una cerveza.
Me agrada el lugar, es pequeño y cálido. Luces discretas y suaves salvo en el escenario donde, quizás en parte por culpa de los reflectores bajos, la mayoría de las veces los artistas sudan a mares. Alrededor del proscenio las paredes son de color crema claro. Parece pensado para resaltar a los artistas, pues en el resto del establecimiento ostentan un tono violáceo, casi morado, como sopapeadas hasta el ardor, ornadas con cuadros de grupos musicales de variadas épocas y tendencias. En otra época lucían descarnadas las irregulares formas de los ladrillos desnudos sobre las que podía seguirse con la mirada el trayecto del cableado eléctrico. Frente a la barra, una pantalla gigante replica shows multitudinarios. A un lado, tras un mostrador, se exhiben discos de singulares autores en una estantería, con propósitos comerciales.
Eso sí, cualquier precio pertenece a una realidad patricia y paralela.
En verdad había asistido para ver a una agrupación que se definía como una alternativa a las temáticas simplistas y dogmáticas que dominan los medios, donde el dinero, el sexo, el barrio, las drogas, los placeres mundanos y la vida fácil parecen ser los únicos intereses del hombre. Esta gente enfatizaba la distancia de esa visión, ofreciendo al público una oportunidad para reflexionar, para descubrir hechos de la vida y de la realidad que se hallan negados por ese universo superficial y básico, cual témpano cuya parte visible es más pequeña que la sumergida. Se denominaban “Adam Smith y la Recalcada Blues Band” y elegí aprovechar doblemente la ocasión al haber recibido opiniones muy favorables de la banda telonera.
Desde mi posición debía ladearme para ver el espectáculo, pero no podía quejarme. El escenario, como todos los actuales, era un promontorio menudo hecho de madera entablillada. Menudo tanto en longitud como en estatura: podría concebirse como un sutil desnivel, un peldaño único pero extenso. Cubría sus paredes con coloridas banderas que cruzaban el fucsia con el amarillo más vívido: rodeadas de brillantes festones, a veces amarillos, a veces verdes, promocionaban el nombre, Nergi-X, en letras en azul eléctrico.
Los reflectores frontales parpadeaban en destellos dorados mientras el quinteto mostraba reminiscencias de Blondie y The Go-Go's en su música burbujeante e hiperactiva. La guitarrista, zurda, sacudía su cabeza siguiendo el ritmo al igual que el bajista, quien hacía lo propio con su propio cuerpo, en una simbiótica danza con su instrumento. Focos en tonos rojizos y purpúreos los envolvían. Alrededor de una estructura metálica colgaban guirnaldas y algunos extraños símbolos que simulaban flotar.
Culminó la canción y los cumplidos del público merecieron la sonrisa de la cantante. Entre los vítores y procediendo del fondo distinguí un aplauso grave, sordo, inarmónico, que duró unos pocos segundos.