Ella pronunció mi nombre, y con eso sentenció mi turno. Me
puse de pie lentamente, de forma burda e irresoluta, apoyándome primero en el
asiento, luego presionando sobre él para finalmente asirme del respaldo.
Arrojé un pispeo timorato al auditorio circundante,
dispuesto en ronda. Los primeros que vi me contemplaron lastimosamente, supongo
que por el frágil espectáculo. Algunos devolvían la mirada, inquisidores. Otros
cavilaban en sus pensamientos, buscaban mensajes ocultos en la simetría de los trazos
en las baldosas o bautizaban sus dedos, quién sabe. Un par musitaban secretos
apenas gesticulados.
La moderadora, rubia, de unos treinta y tantos, embozada en
un tailleur crema, reiteraba por
enésima vez el ritual. Cruzó las piernas, hizo un ademán con la cabeza en mi
dirección y todos, cortésmente, cesaron hasta en los carraspeos.
—Hola, buenas tardes —dije y el saludo rebotó, murmullado,
en la docena de asistentes—. Mi nombre es Pablo, tengo treinta y seis años, he
trabajado siete como docente y vine porque soy un hombre que en su genética
alberga cuantiosas obsesiones. Para aburrirlos un poco, les contaré mi historia.
»Arranqué de chico, tal vez a ustedes también les haya pasado.
Lector precoz, ya de pequeño tanteaba a la familia: escuchar "dijistes",
"trajistes" y similares voces obligaba a intervenir. Era un chiquito irritante
aunque bien intencionado; en general la parentela tendía a la aquiescencia excepto
la tía Adela, quien fingía no escucharme. A veces se hacía la sorda. Y después,
siempre después, remarcaba las eses. Para mí que lo hacía por eso, porque
escuchaba una vocecita aguda y molesta que parecía provenir de sus rodillas
gruesas y que encima le dedicaba una reprimenda, porque dejaba alcanzar a sus
oídos una punición atiplada entregada por una pesadilla ataviada de niño.
»En la escuela era un alumno correcto, esforzado, silencioso,
destacado en Castellano, siempre tenía un diccionario a mano, que, por cierto,
consultaba frecuentemente. No recuerdo detalles relevantes, salvo el hallar
placer en la lectura durante los tiempos libres y un enorme entusiasmo por
conocer términos nuevos.
»Donde se manifestaron accesos incipientes fue en la
adolescencia, época en la que la gente de mi edad comenzó a tomar mal el
asunto, especialmente los varones. La mudanza a un pueblo mínimo evidenció un
cruce de hábitos y costumbres, por entonces algo novedoso para mí, percibido en
aquel tiempo como la existencia de un idioma paralelo basado en un sólido dequeísmo
aliado a una batería de modismos rurales. Desde ya, el intercambio no ocurrió
como pretendía: educar al prójimo, usualmente de manera indeseada e inesperada,
no contribuye a forjar amistades. Hubo consonantes en fuga, especialmente des y
eses finales, abominaciones como pronunciar "heder" con ge inicial. La
hache es muda, no sorda.
»Pero también recibí mi parte del trueque. Hubo chanzas con
regusto a desquite, patadas en los picados ligadas a cuestiones extradeportivas.
Hubo entreveros que no involucraron polleras, hasta con las chicas. Aprendí,
por ejemplo, que "lado" y "lao" pueden ser sinónimos, que "lo
qué" puede reemplazar a "qué", que una gabina es lo mismo que
una cabina. En consecuencia, imité a la naturaleza y ejercité la adaptación.