Buscar este blog

jueves, 31 de mayo de 2018

Correctores anónimos



Ella pronunció mi nombre, y con eso sentenció mi turno. Me puse de pie lentamente, de forma burda e irresoluta, apoyándome primero en el asiento, luego presionando sobre él para finalmente asirme del respaldo.
Arrojé un pispeo timorato al auditorio circundante, dispuesto en ronda. Los primeros que vi me contemplaron lastimosamente, supongo que por el frágil espectáculo. Algunos devolvían la mirada, inquisidores. Otros cavilaban en sus pensamientos, buscaban mensajes ocultos en la simetría de los trazos en las baldosas o bautizaban sus dedos, quién sabe. Un par musitaban secretos apenas gesticulados.
La moderadora, rubia, de unos treinta y tantos, embozada en un tailleur crema, reiteraba por enésima vez el ritual. Cruzó las piernas, hizo un ademán con la cabeza en mi dirección y todos, cortésmente, cesaron hasta en los carraspeos.

—Hola, buenas tardes —dije y el saludo rebotó, murmullado, en la docena de asistentes—. Mi nombre es Pablo, tengo treinta y seis años, he trabajado siete como docente y vine porque soy un hombre que en su genética alberga cuantiosas obsesiones. Para aburrirlos un poco, les contaré mi historia.
»Arranqué de chico, tal vez a ustedes también les haya pasado. Lector precoz, ya de pequeño tanteaba a la familia: escuchar "dijistes", "trajistes" y similares voces obligaba a intervenir. Era un chiquito irritante aunque bien intencionado; en general la parentela tendía a la aquiescencia excepto la tía Adela, quien fingía no escucharme. A veces se hacía la sorda. Y después, siempre después, remarcaba las eses. Para mí que lo hacía por eso, porque escuchaba una vocecita aguda y molesta que parecía provenir de sus rodillas gruesas y que encima le dedicaba una reprimenda, porque dejaba alcanzar a sus oídos una punición atiplada entregada por una pesadilla ataviada de niño.
»En la escuela era un alumno correcto, esforzado, silencioso, destacado en Castellano, siempre tenía un diccionario a mano, que, por cierto, consultaba frecuentemente. No recuerdo detalles relevantes, salvo el hallar placer en la lectura durante los tiempos libres y un enorme entusiasmo por conocer términos nuevos.
»Donde se manifestaron accesos incipientes fue en la adolescencia, época en la que la gente de mi edad comenzó a tomar mal el asunto, especialmente los varones. La mudanza a un pueblo mínimo evidenció un cruce de hábitos y costumbres, por entonces algo novedoso para mí, percibido en aquel tiempo como la existencia de un idioma paralelo basado en un sólido dequeísmo aliado a una batería de modismos rurales. Desde ya, el intercambio no ocurrió como pretendía: educar al prójimo, usualmente de manera indeseada e inesperada, no contribuye a forjar amistades. Hubo consonantes en fuga, especialmente des y eses finales, abominaciones como pronunciar "heder" con ge inicial. La hache es muda, no sorda.
»Pero también recibí mi parte del trueque. Hubo chanzas con regusto a desquite, patadas en los picados ligadas a cuestiones extradeportivas. Hubo entreveros que no involucraron polleras, hasta con las chicas. Aprendí, por ejemplo, que "lado" y "lao" pueden ser sinónimos, que "lo qué" puede reemplazar a "qué", que una gabina es lo mismo que una cabina. En consecuencia, imité a la naturaleza y ejercité la adaptación.