Probablemente
usted no lo recuerde, pero para eso estoy yo, para refrescarle la memoria. Se
llama Ricardo Alves da Caipirinha, mejor conocido como Figueredo. ¿Ahora le
suena de algún lado? De diez jugaba, de diez, le hablo de cuando los dieces existían:
cuando había un deportista que ordenaba las jugadas, no como ahora que son
robots huecos y predecibles que tocan para atrás esperando que el otro se
equivoque. Un diez, especie extinta, capaz de soportar codazos, alfileres y
patadas; criatura genial, romántica e idealista que, a fuerza de regates y
pases, supo ser el orfebre de la emoción, la gloria, la pasión, la excitación,
en fin, lo lindo y mágico del fútbol.
Era oriundo de
San Pablo y mire lo que son las cosas, era hijo único nacido en el seno de una
familia acomodada. Dios sabrá para qué y por qué nos lleva por donde nos lleva,
pero el mimado eligió mimar al resto. Ya de chico, decía la madre, el niño
evidenciaba un desapego material, era humilde y austero, apegado hacia lo
popular. Jugaba con otros niños que no eran de su barrio ni de su clase social.
También, por supuesto, conoció el fútbol a través de ellos, y regalaría tantas
gambetas como juguetes.
Usted sabrá, el
chiquito aprendía rápido. Pronto comenzó a descollar, favorecido por su físico
menudo y finito como una garrapata: atravesaba esos escrupulosos resquicios
entre los rivales mejor aún que el viento. Adoptó gran destreza técnica y
demostró sobresalir claramente por sobre sus pares. No tardó en cambiar su
entorno para jugar con muchachos mayores que él, donde mostraba su preferencia
por el fútbol lujoso. Pases milimétricos sin mirar, quiebres de cintura
inesperados, fintas imposibles: la pelota en sus pies desafiaba las
convenciones de la materia. Con frecuencia los vecinos se detenían a observar
los encuentros. En muchas de esas ocasiones se oyeron aplausos.
Sus defectos,
que por supuesto tenía, dieron para horas y horas de café en los bares
paulistas. El tiempo se encargó de magnificarlos, de castigarlo duramente, de
cubrir sus virtudes bajo una pátina descalificadora. Me gustaría ser imparcial,
pero le tengo un gran afecto al pibe, siempre luchó contra las adversidades y
encima es una gran persona. Acepto, pues, que además de pasar poco el balón y
ser extremadamente controlador del juego, su velocidad solía ser duramente
cuestionada. Brunildo Aorta, célebre DT de inferiores, dijo una vez: “he de
admitir que correr no era lo suyo, ni siquiera cuando tenía ganas”. Conozco
gente que se ofendió al escuchar el testimonio de un argentino, concretamente
porteño, que juró haber visto jugar a Figueredo frente a Vasco da Gama. En su
opinión, el enano de piedra que custodia el jardín de su casa en Balvanera le
hubiera ganado en los cien metros llanos. Su amigo, también porteño, concordó,
al tiempo que vaticinó el triunfo del enano por esa misma distancia como
diferencia. Pero no vale la pena enojarse por un porteño, mucho menos por dos,
si nadie les cree: piensan que Dios nació un 30 de octubre.
Cumplidos los
trece años, Figueredo fue a probarse al club San Pablo. Obvio que pasó las
pruebas de admisión con éxito. Quizás le aburra saber que tuvo dulces años en
las inferiores del San Pablo, que lo colmaron de reconocimientos y disfrutó
numerosos títulos. Las dificultades arreciaron después, cuando llegada cierta
edad sus defectos le trabaron el camino al éxito: su escasa predisposición al
vértigo era el ingrediente principal para conjurar el hechizo contra el salto a
primera división. Tenía veinticinco años; sus primeros compañeros ya habían
debutado en primera y él no. El preparador físico diseñó una estrategia de
trabajo para él. A los pocos meses se vieron los primeros resultados: su
velocidad había aumentado, pero no era suficiente.