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jueves, 31 de marzo de 2011

Catálogo

Sonó una suave campanilla. Frente a sus ojos, la pantalla brilló en rojo incandescente el número del nuevo turno, coincidente con el suyo.
La mano sarmentosa inició su peregrinar por un libro sin nombre de tapas rojas que reposaba en el mostrador. Se dedicó a leer, de forma arbitraria, sesgada, la información presente bajo cada foto. En su errante, inconformista viboreo, recorrió hoja tras hoja, una y otra vez, en un sentido y otro, sin prisa ni decisión.
Detrás del mostrador y del azul de sus ojos, una joven de cabellos recogidos observaba expectante a la tranquila figura, atenta a sus demandas.
Finalmente, a pocos minutos —antojadizamente interminables— de iniciado ese examen letárgico, el libro capituló en su plan disuasorio y el añoso dedo índice se desplomó sobre la foto de un muchacho, tapando parcialmente su rostro en la hoja satinada.
La figura carraspeó. Con voz queda, casi imperceptible, dispersa en el silencio, confirmó el pedido.

—Este —solicitó.

La joven sonrió e inmediatamente dio inicio a sus actividades. Tomó un cuaderno y una pluma estilográfica ubicados en un estante debajo del mostrador. Grabó prolija y parsimoniosamente un puñado de letras, números y guiones, consultando con frecuencia el catálogo.
Al finalizar, y tras verificar una última vez su tarea, sopló suavemente la tinta y cuando ésta se secó, hizo que las tapas de cuero negro se juntaran gradualmente.
Se saludaron. La figura, satisfecha, se retiró. La campanilla volvió a sonar.
Y a la mañana siguiente, el padre Iván, recientemente ordenado, se despertó convencido que su fe podía negociarse.

viernes, 28 de enero de 2011

Jezebel

Había culminado mi jornada laboral. Era un caluroso y soleado mediodía de enero en una ciudad rebosante de calles abandonadas, desérticas, disponibles, pese al horario pico. Muchos comercios permanecían cerrados desde el inicio del mes, otros aguardaban impacientes el inicio de la segunda quincena para hacerlo. Sufría la ciudad su propia desnudez, ese cisma poblacional, el desapego estacional, endémico, destilado en el alambique vacacional veraniego. A quienes nos veíamos en el infame trance de permanecer en la urbe, privándonos de ese zumo, oleadas de fuego nos recibían, y a su encuentro nos amedrentaban y aplastaban en la ausencia del viento. Dirigíame al centro de la ciudad a realizar trámites, cuando entre el bochornoso, pesado vaho que dibujaba los interminables edificios con trazos oblicuos, o curvos, diríase irreverentes, y que teñía los tilos de un sinnúmero de tonalidades rojizas, verdosas y azuladas, la introspectiva travesía imaginada en mis ojos debió relegarse ante dos fanales ambarinos y un rictus de alegría que ya me habían ubicado. La persona dueña de esos atributos era una mujer que, al reconocerla, me devolvió a mi pasado.
Afloró en mi vida durante la adolescencia, transcurrida en Gualeguay, ciudad enclavada en la terca humedad de la mesopotamia entrerriana. Rubia, alta, de piel blancuzca, rasgos romanos, ojos color miel y sonrisa publicitaria, me atraía desde la unicidad de su nombre. Jezebel se llamaba, con esa grafía bíblica y singular demarcada por el tajante cincel del Registro de las Personas.
Recuerdo que nos reencontramos en el inicio de nuestras instrucciones universitarias y comenzamos a socializar con cierta asiduidad. Existía un principio de afinidad y conforme la conocía cobraba mayor protagonismo en mis desvaríos. Entretanto, el vínculo entre ambos crecía ávidamente.
Intenté conquistarla y fallé. Insistí, con el mismo resultado. Perseveré un poco más y me torné un fastidio, un pesado entusiasta de aquel conato romántico.