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viernes, 31 de agosto de 2012

A cinco minutos del odio

-Me bajo acá- le dije al chofer.

El ómnibus no demoró en perlarse en el horizonte. Mientras se empequeñecía, permanecí unos segundos contemplando el cielo anaranjado, el campo, los sembradíos y unas vacas rumiando su parsimonia. Frente a mí, naciendo casi desde la ruta, un sendero ascendente se internaba en un monte salpicado de árboles descascarados y troncos perdidos.
Empecé a seguirlo, compartiendo su misma vacilación y desidia. Subía inclinándome hacia delante, mediante amplias zancadas y usando mis brazos para asirme de donde pudiera. Varias veces desnudé con mis extremidades el sendero cubierto por un colchón de hojas bronceadas y añosas, frutos amoratados, ramas macilentas, que emanaban un vaho húmedo y putrefacto.
Yo atesoraba la vigorosa, onírica desmemoria de un reciente suceso gestado durante una reunión en un lugar de similar apariencia. Podía haber tenido lugar en un parque, en una casa de campo o en un gran jardín. Quizás había ocurrido el día anterior o la semana previa; ni siquiera eso recordaba claramente. Eso sí, conservaba la certeza de su presencia; ella había asistido.
En algún momento de aquel evento advertí sus ojos y el albor de su vestido trasuntados en su silueta. A ella, ninfa de la bruma extasiante en los intrincados círculos de la noche, reina azul deambulando desesperante por las sinuosas y torturadas vías de mi mente, conspiradora contra mis más turbios, trágicos pensamientos, la percibí lunar y distante, imposible y definitiva. Quise acercarme y al reconocerme esquivó mis ojos. Con aire sombrío giró sobre sus talones para disolverse, primero entre la gente, luego en la cerrazón de la lontananza.
El monte, el sendero y yo emprendimos un camino escarpado hacia abajo, lleno de piedras, huesos y depresiones cubiertas de hojarasca. Cuando llegamos abajo, ambos me abandonaron; todo remataba en un calvero. En su corazón, el claro ocultaba una construcción gris cuyas paredes descascaradas prometían un certero, inminente desmoronamiento. Se trataba de una pequeña iglesia rematada en tejas verdes despintadas. Los ventanales, otrora luminosos y coloridos, destrozados por el paso del tiempo, desnudaban por sus huecos la tristeza y la dejadez del interior. El portal ausente favorecía el franqueo de las formalidades básicas usadas al acceder a hogares de extraños.