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martes, 23 de octubre de 2012

Andrei K.


Las narraciones biográficas más laureadas ostentan, entre otros notables atributos, una gozosa profusión de datos. A causa de su naturaleza exhaustiva aparecen fechas de eventos trascendentales, preferencias y hábitos del personaje principal, los estudios que realizó, personas relevantes en su vida, amistades, romances: todo esto otorga profundidad a la historia, describe la real dimensión del sujeto estudiado y refleja el denuedo del investigador, la seriedad de su trabajo, reforzando la credibilidad del autor y de su obra.
La historia de Andrei K., lamentablemente, no posee ninguna de estas características. Es, para decirlo precisa y sucintamente, obscura, carente de datos y anida familias de mentiras. Con todo, este humilde narrador, Trifón Vassiliei, ocasional e injustamente tildado de fabulador, halla valía en una nota sobre el tema publicada recientemente en un matutino ruso.
A mi entender, su atractivo singular yace en el carácter polarizador que la figura del astro proyecta: aún cuenta con fanáticos que defienden al deportista, su pedigrí y el hipotético nivel que hubiera alcanzado. También existen otros que cuestionan el glorioso aura que rodea dichos talentos, llegando incluso a negar la existencia del jugador. Los que apoyan a Andrei (“gente cuerda y amante del fútbol” se hacen llamar) afirman que la desinformación, la censura de la época y el supuesto ocultamiento de una camada de sucesos que lo tuvieron como protagonista terminaron por anular hasta su identidad. Quienes se observan en contra (“personas juiciosas que idolatran al balompié” se hacen llamar), lo denuestan y rechazan toda acusación por inverosímil e irracional.
El joven habría conformado la máxima esperanza surgida de la Unión Soviética, cuyo excitante fútbol por entonces rememoraba la gloria y el talento de mediados del siglo veinte. Conjugábanse determinadas condiciones deportivas que la señalaban como un contendiente de fuste, respetable, si no temible, para las competencias internacionales. No fue lo que ocurrió. Como se verá, el joven y su país compartieron un funesto destino.
De acuerdo con los entusiastas, la vida de Andrei comenzó el 27 de febrero de 1972 en un tren rumbo a Samarcanda, donde un auxiliar ferroviario, amigo y colega del padre, ofició de partero.
Era el hijo menor de una familia que nunca tuvo residencia fija: las dificultades laborales les conferían un carácter nómade pero optimista. Años después la familia alcanzó cierto equilibrio y se estableció en Kiev; allí, el inquieto joven, bordeando la pubertad, inició un lazo particular con el balón, vínculo que por entonces ignoraba que duraría toda su existencia. Nadie olvida la primera vez que jugó fútbol.
Según Sergei Bolenko, su mejor amigo por entonces, “Andrei se inició en el fútbol jugando como delantero. En el partido que lo conocí convirtió dos goles. Tenía tanta energía, coraje y ganas de vencer, que nos impactó positivamente desde que tocó la pelota por primera vez. Fue una hora y media única donde notas la talla de un deportista notable, diferente. Andrei era veloz aunque algo bruto, dueño de un poderoso disparo y gran resistencia física; ciertamente necesitaba pulir su talento, pero estaba allí.”
Bolenko, emocionado por el recuerdo, prosiguió tras una pausa. “Al final del match Andrei confesó que nunca antes había jugado al fútbol. El entrenador lo escuchó y reconoció la franqueza en sus palabras; lo instó a que siguiera el sendero deportivo. Remarcó su notable actuación y se comprometió a educarlo, señalándole inmediatamente que los goles deben anotarse en el arco contrario”.