Años atrás trabajé en un
neuropsiquiátrico. Estaba ubicado en una zona céntrica de la ciudad y era
pequeño. El cuerpo principal era un caserón grisado de dos pisos, en el
superior se alojaban los pacientes, en la planta baja estábamos los
administrativos y los consultorios. La construcción lindera también pertenecía
a la clínica: era blanca y poseía una entrada más pequeña. La ventana del
frente daba a una sala de reuniones. El resto del predio contenía instalaciones
diseñadas para recibir pacientes ambulatorios. Sus dueños eran amigos de una
pequeña porción de mi familia.
Recuerdo la reacción de cada
nueva persona cuando le contaba dónde me desempeñaba. Generalmente se producía
un silencio extravagante y filoso capaz de cambiar todo en un instante. El éter
en el que estábamos inmersos volvía a ser trascendente. De pronto había más
personas con quien conversar o tareas que realizar. El tránsito, la radio o los
cantos de las aves ganaban un sorpresivo protagonismo. Los rostros simulaban
una fingida naturalidad y en el patetismo de la incertidumbre buscaban suavizar
facciones. Acaso haya destruido, de manera involuntaria, sueños histriónicos.
Pero lo que más recuerdo es la
mirada. Mientras duraba el impacto me estudiaban, con curiosidad o temor,
buscando indicios, señales que mi trabajo pudiera haber incorporado a mi personalidad.
Escudriñaban mis ángulos, mis concavidades, mis imperfecciones, con el fin de
hallar sesgos de aquellas enfermedades mentales de rimbombante nomenclatura
cuyos síntomas, empero, ignoraban.