Finalmente,
tras una batería de tentativas disimuladas en sistemáticos tanteos y manotazos,
Derlis acalló el timbre que interminables segundos atrás había anunciado las
siete de la mañana. Somnoliento, aún navegando en su barca de ensoñación, emergió
escrupulosamente de la cama, una vez que Cora, amodorrada, le pidió que
cumpliera su promesa.
Sus
entrecerrados ojos, imposibilitados de percibir la tenue luz matinal, eran
guiados por el rítmico goteo de la canilla de la cocina. Tras el corto trecho,
en el que oscilaba tanto como su embarcación, inundó la pava de agua; al cerrar
la válvula forzó el giro unos milímetros deteniendo su lamento. Sabía que toda
grifería que gotea siempre puede cerrarse un poco más.
Mientras
el recipiente avivaba su contenido, fue hasta el baño a enjuagar su rostro. La
imagen en el espejo demoró en aflorar hasta que el agua, un poco más helada que
lo habitual, lo devolvió parcialmente a la realidad cotidiana. Aquella efigie,
una vez aparecida, se correspondía con la de un hombre devastado por el
agotamiento.
Encendió
la radio y la apagada voz del cronista se fundió en el silencio. Con el agua
lista, los mates completarían la restauración de su humanidad. Acompañaban
entonces a la letárgica voz radial los sonidos propios de la mateada; la
garganta tragando la infusión, las chupadas finales a la bombilla, el golpe al
apoyar el mate en la mesa.
Evocó
el diálogo que días antes, durante el ritual del desayuno, había tenido con su
compañera.
–Ayer
al mediodía –anunció Cora, quebrando la monotonía, postergando al locutor–
escuché piar, escuché pajaritos.
Derlis
la miró extrañado. Ella, advirtiendo aquella expresión que reunía incredulidad
y pesadez, prosiguió.
–Acá
arriba –cabeceó– en el techo.
–¿Por
dónde?
–Por
acá, creo –señaló una ubicación sobre la mesa de la cocina, cerca de la
lámpara– Fijate si podés hacer algo.
–Bueno.
Concluida
la ronda de mates, Derlis se había vestido para ir a trabajar. Una camisa
blanca, pantalones negros y mocasines del mismo color fueron la vestimenta
seleccionada.
En
el momento de franquear la puerta para salir oyeron débiles chillidos de aves.
Y ella, exasperada, largó un ahí están, te dije, no los escuchás. Todos se
callaron y Derlis miró en la dirección del ruido. En las inmediaciones de la
zona señalada, entre las tejas y el entablado, unos pajaritos cantaban muy
tímidamente su existencia.
Aquella
música presagiaba un incordio en ciernes. Las agudas, aún sutiles notas, ya
comenzaban a retumbar en la cabeza de Derlis con creciente intensidad.
Esto
había ocurrido el martes. Acordó con Cora que el sábado dedicaría tiempo al
asunto. La fecha se estaba cumpliendo por entonces.