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sábado, 1 de septiembre de 2012

Ripio

Revista "El Guardián",  30/8/2012

Hoy me voy a salir del trazado natural de este espacio. Más que nada, por la indignación que me provoca la imbecilidad ajena. Esa que es gestada al comportarse estúpidamente cuando se podía dar lo mejor de sí.
Hay un pasquín, de nombre “El Guardián”, con veleidades de publicación periodística. En la realidad se asemeja mucho a la revista Noticias (colmada de trascendidos, rumores y presuntas investigaciones) aunque sin las balancitas.
Entre sus secciones hay una que se llama “Siempre libros”, que contiene reseñas literarias, de tamaño tan escaso como el ingenio de su título. Allí hay una columna de nombre “No leas este broli” (sic), donde alguien se dedica a descuartizar arbitrariamente un libro. La columna nunca va firmada; no hay siquiera iniciales o un seudónimo. Está la piedra pero no aparece la mano.
No es novedad que se critiquen libros apenas pasando un par de hojas o leyendo la contratapa, pero esto es distinto. Salvo calificar a la novela como “insoportable”, el verdugo derrocha tinta insultando al autor en vez de criticar la obra. Las acusaciones caen sobre Nicolas Barreau, como si hubiera redactado él mismo la contratapa y la editorial (Planeta) no tuviera injerencia alguna. Y salvo aquel adjetivo, no se dice otra palabra acerca de "La sonrisa de las mujeres". ¿No era que la columna se llamaba “no leas este broli”?
Sobre el resto de la crítica y su visión grosera, pedante y altanera no hay mucho más para decir. Una opinión puede describir, explicar y echar luz sobre el objeto de su análisis, pero por sobre todas las cosas define al crítico.
El día está precioso, me voy un rato. Buenas tardes.


viernes, 31 de agosto de 2012

A cinco minutos del odio

-Me bajo acá- le dije al chofer.

El ómnibus no demoró en perlarse en el horizonte. Mientras se empequeñecía, permanecí unos segundos contemplando el cielo anaranjado, el campo, los sembradíos y unas vacas rumiando su parsimonia. Frente a mí, naciendo casi desde la ruta, un sendero ascendente se internaba en un monte salpicado de árboles descascarados y troncos perdidos.
Empecé a seguirlo, compartiendo su misma vacilación y desidia. Subía inclinándome hacia delante, mediante amplias zancadas y usando mis brazos para asirme de donde pudiera. Varias veces desnudé con mis extremidades el sendero cubierto por un colchón de hojas bronceadas y añosas, frutos amoratados, ramas macilentas, que emanaban un vaho húmedo y putrefacto.
Yo atesoraba la vigorosa, onírica desmemoria de un reciente suceso gestado durante una reunión en un lugar de similar apariencia. Podía haber tenido lugar en un parque, en una casa de campo o en un gran jardín. Quizás había ocurrido el día anterior o la semana previa; ni siquiera eso recordaba claramente. Eso sí, conservaba la certeza de su presencia; ella había asistido.
En algún momento de aquel evento advertí sus ojos y el albor de su vestido trasuntados en su silueta. A ella, ninfa de la bruma extasiante en los intrincados círculos de la noche, reina azul deambulando desesperante por las sinuosas y torturadas vías de mi mente, conspiradora contra mis más turbios, trágicos pensamientos, la percibí lunar y distante, imposible y definitiva. Quise acercarme y al reconocerme esquivó mis ojos. Con aire sombrío giró sobre sus talones para disolverse, primero entre la gente, luego en la cerrazón de la lontananza.
El monte, el sendero y yo emprendimos un camino escarpado hacia abajo, lleno de piedras, huesos y depresiones cubiertas de hojarasca. Cuando llegamos abajo, ambos me abandonaron; todo remataba en un calvero. En su corazón, el claro ocultaba una construcción gris cuyas paredes descascaradas prometían un certero, inminente desmoronamiento. Se trataba de una pequeña iglesia rematada en tejas verdes despintadas. Los ventanales, otrora luminosos y coloridos, destrozados por el paso del tiempo, desnudaban por sus huecos la tristeza y la dejadez del interior. El portal ausente favorecía el franqueo de las formalidades básicas usadas al acceder a hogares de extraños.

martes, 31 de julio de 2012

Lola


Coincidentemente, la conversación se estaba muriendo. Alcanzó un estado irreversible en el instante en que, por millonésima vez en los últimos cuatro años, Dolores tocó el tema del testamento. El suyo.
Cada vez que hablaba de aquello lo hacía bajo una aparente naturalidad que se desmenuzaba cuando durante ciertos pasajes rompía en llanto. Sin embargo, no revisaba su pasado con nostalgia, tristeza o remordimiento, ni departía amarguras sobre la finitud existencial o la inexorable corrupción física. Mucho menos contemplaba la evaporación de sus sueños, las fraternales heridas que no pudo cerrar o los planes que quiso llevar a cabo. Muy por el contrario, alojaba todas esas imágenes en su ser, donde tarde o temprano, azuzadas por sus demonios, por sus resquemores, por sus angustias, afloraban como lágrimas.
Dolores, setenta y pico, soltera, sin hijos, un tanto paranoica, pretendía que cada centavo, con su brillo y color originales, apilado, envuelto y pesado en los simétricos montículos por ella definidos, llegara exacta y precisamente a las personas que había seleccionado en los plazos que considerara apropiados.

–¿No pensás en hacer un testamento vos también?– preguntó en voz baja. La confitería estaba llena y no deseaba ser escuchada por nadie más.
–No. ¡Qué voy a poner si no tengo nada!– replicó María.

miércoles, 27 de junio de 2012

Prisma


Campera, bufanda, guantes y gorra, todo en azul oscuro, como de uniforme. Salís a la calle oscura, helada y nebulosa, la que con su tinte hace que el paisaje desafíe al surrealismo. Una lluvia obcecada se dejó ver toda la tarde y el aire gélido está impregnado del olor a verde intenso, a la efervescencia vital de la tierra húmeda. Luces distantes desde puntos inocuos e irreconocibles delinean los edificios más cercanos. La bruma señala lánguidamente figuras informes identificables sólo al acercarse, siluetas borrosas que deambulan hacia direcciones imprevistas, cristales empañados en los automóviles, voces retiradas e ignotas. Camino a casa tus apresuradas botas divagan entre el barro, las baldosas desmembradas por las raíces de los pálidos tilos añosos y la hojarasca bronceada de fines de otoño, mientras tu respiración nimba volutas de lasitud.
Delante de tu cuero encorvado por el apuro se desplaza una silueta borrosa. Se trata de una joven enfundada en campera y ropas pesadas. Serán color azul o negro; la luz ambarina no se manifiesta suficientemente cooperativa. Es corpulenta, de movimientos cansinos y oscilantes, previsibles por su contextura; carga una henchida bolsa en su mano derecha.
Al acercarte su contorno crece. Su cabello es corto y castaño coronado con una gorra de lana negra; avanza, ensimismada y parsimoniosa. Sopesás el momento para sobrepasarla y seguir camino. La joven gira hacia la izquierda su cara regordeta al percibir tus pasos insensatos y urgentes. En ese movimiento ínfimo y breve, entre altanero y receloso, desde el rabillo del ojo escruta tus maniobras e intenciones, mociones y gestos buscando visos de traición.

–Tranquila– te oí decir, incómodo y forzado. Sonreís, aunque la bufanda te cubre la cara. –No...

viernes, 25 de mayo de 2012

Génesis


-Si fueras un personaje de D&D tu alineación sería caótico maligno- disparó Ramiro, avieso.

La frase salió de la nada, profanando un silencio de oficina escondido entre teclados y ratones, y despertó rostros embebidos en la sibilina seducción de las pantallas. Encerraba un código común, de lengua muerta, practicada por pocos bajo indiscernibles circunstancias. Ambos, en algún punto, compartíamos esa clave; tenía yo noción de borrosos, núbiles rudimentos, poblados más por supuestos que por preceptos, cuya aplicación se vincula a conciliábulos nocturnos repletos de historias fantásticas, arcanos, enigmas, azar, combate y misterio.
Ramiro, docto en la lengua, me miró sonriente, con ojos inicuos, envuelto en la perspicacia de quien aguarda una refutación tras un comentario cuya sagacidad me sitió en tierras del tártaro. Aquella tipificación, reservada para los criminales seriales, las bestias demoníacas sublevadas a la vileza más descarnada y al batiente egoísmo de sus impulsos, las criaturas de limitada inteligencia y aún menos destacable imaginación, los seres más brutales, violentos y deleznables, las alimañas de ausente nobleza, las informes, ruines almas alejadas de toda sensibilidad, en suma, individuos de la más baja estofa, se me antojó por demás excesiva.

-Eeeh- respondí, si es que a eso se le puede llamar respuesta.

Las frases más ponzoñosas, al igual que los ataques más efectivos, caen por sorpresa. El comentario correspondía a ambas simultáneamente. Una consideración de tal magnitud, cruel, rabiosa, enfocada en hiperbolizar el ser y parecer de un presunto descarriado, de un demonio menor, frente a los ojos de las otras dos personas allí presentes, demolió mi actitud serena del momento. Ramiro no había hecho otra cosa que exaltar la figura de un sujeto –de mí– desdibujándome en el proceso, hasta tornarme completamente aborrecible. Caía sobre mí un tul siniestro que, configurando una desagradable deformidad, advertía a los demás y me alejaba de ellos; pasaba a encarnar el fin sobre los medios, lo execrable, lo indigno, lo inmoral, lo basto y salvaje, lo pérfido e injusto.