Para la tía Adela, en el comedor,
sobre la pared que daba a calle 144, la efigie de Cristo la recibía cada
mañana.
Para el tío Humberto, quien solía
seguirla desde un Cinzano, ella bordeaba la locura “pero desde adentro”, según
decía. Se conformaba con ver que el asunto al menos la mantenía ocupada.
El día que Adela detectó la
efigie primero experimentó una sobrecogedora sensación irradiada por la
percepción de la existencia de un secreto oculto e inexplicable. Percibió un
halo de novedad que persistía en escabullirse; pasó un buen rato escudriñando
rincones, cajones y alacenas. Examinó debajo de las mesas, entre las sillas, en
las macetas, sobre los anaqueles, tras la vajilla, entre los adornos y las
flores de plástico. Miró en todas direcciones en busca de indicios hasta que,
sin desearlo realmente, perdióse en la mitad de la pared que corría paralela a
la entrada principal.
Entonces abrió los ojos grises y
hambrientos. Fijó allí su callada ansiedad por un largo espacio de tiempo,
quizás adivinando el lugar, quizás intentando procesar el descubrimiento. La
boca apenas abierta develaba un hálito vago y consternado; las mejillas arrugadas
lucían imperturbables, la mirada escrutadora parecía marmólea. Pronto,
rematando en una sonrisa, revelaría un cataclismo de emoción, del mismo modo
que ocurre al reencontrarse con una entrañable amistad.
Si una persona decidía contemplar
un instante aquella pared quizás concordara con Adela. Acaso alguien evidenciara
dificultades en la apreciación, ella, baqueana, demarcaba los rasgos. Con uno o
dos dedos de su mano derecha acariciaba las concavidades de los purísimos ojos,
los pómulos divinos, los sacros labios, atoraba sus falanges en la sabia barba,
acompañando los gestos con un relato afable y quedo.
La persona descubría un joven en
sus treintas de tono dorado pálido, acuoso, intuido. En ocasiones daba la
sensación de observar admonitoriamente, pero la mayoría de las veces era un
Cristo doliente; unos días ella aseguraba verlo pensante, otros extasiado. Y yo
no sé si lo que cambiaba era la expresión, protegida tras el empapelado de
flores amarronadas, o la interpretación del gesto.
En el barrio había habido otra
aparición, conforme al decir de Agustín, amigo de Guillermo, hijo de la pareja.
De acuerdo a lo que oportunamente narrara, la manifestación se había producido
en su sartén tras asar una hamburguesa. En el lugar donde el alimento había
sido cocido se adivinaba un rostro redondeado, de escasa y prolija barba.
Añadió, sonriente, que la imagen daba señales interpretables como tareas a cumplir
o generosos despliegues de sabiduría, según la circunstancia. La necesaria permanencia
del mensajero, a su juicio, justificaba no lavar el utensilio. Protegió la
aparición todo lo que pudo hasta que comenzaron a frecuentarla unos fieles
sigilosos de múltiples patas.