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viernes, 31 de octubre de 2014

Legumbres


Probablemente usted no lo recuerde, pero para eso estoy yo, para refrescarle la memoria. Se llama Ricardo Alves da Caipirinha, mejor conocido como Figueredo. ¿Ahora le suena de algún lado? De diez jugaba, de diez, le hablo de cuando los dieces existían: cuando había un deportista que ordenaba las jugadas, no como ahora que son robots huecos y predecibles que tocan para atrás esperando que el otro se equivoque. Un diez, especie extinta, capaz de soportar codazos, alfileres y patadas; criatura genial, romántica e idealista que, a fuerza de regates y pases, supo ser el orfebre de la emoción, la gloria, la pasión, la excitación, en fin, lo lindo y mágico del fútbol.
Era oriundo de San Pablo y mire lo que son las cosas, era hijo único nacido en el seno de una familia acomodada. Dios sabrá para qué y por qué nos lleva por donde nos lleva, pero el mimado eligió mimar al resto. Ya de chico, decía la madre, el niño evidenciaba un desapego material, era humilde y austero, apegado hacia lo popular. Jugaba con otros niños que no eran de su barrio ni de su clase social. También, por supuesto, conoció el fútbol a través de ellos, y regalaría tantas gambetas como juguetes.
Usted sabrá, el chiquito aprendía rápido. Pronto comenzó a descollar, favorecido por su físico menudo y finito como una garrapata: atravesaba esos escrupulosos resquicios entre los rivales mejor aún que el viento. Adoptó gran destreza técnica y demostró sobresalir claramente por sobre sus pares. No tardó en cambiar su entorno para jugar con muchachos mayores que él, donde mostraba su preferencia por el fútbol lujoso. Pases milimétricos sin mirar, quiebres de cintura inesperados, fintas imposibles: la pelota en sus pies desafiaba las convenciones de la materia. Con frecuencia los vecinos se detenían a observar los encuentros. En muchas de esas ocasiones se oyeron aplausos.
Sus defectos, que por supuesto tenía, dieron para horas y horas de café en los bares paulistas. El tiempo se encargó de magnificarlos, de castigarlo duramente, de cubrir sus virtudes bajo una pátina descalificadora. Me gustaría ser imparcial, pero le tengo un gran afecto al pibe, siempre luchó contra las adversidades y encima es una gran persona. Acepto, pues, que además de pasar poco el balón y ser extremadamente controlador del juego, su velocidad solía ser duramente cuestionada. Brunildo Aorta, célebre DT de inferiores, dijo una vez: “he de admitir que correr no era lo suyo, ni siquiera cuando tenía ganas”. Conozco gente que se ofendió al escuchar el testimonio de un argentino, concretamente porteño, que juró haber visto jugar a Figueredo frente a Vasco da Gama. En su opinión, el enano de piedra que custodia el jardín de su casa en Balvanera le hubiera ganado en los cien metros llanos. Su amigo, también porteño, concordó, al tiempo que vaticinó el triunfo del enano por esa misma distancia como diferencia. Pero no vale la pena enojarse por un porteño, mucho menos por dos, si nadie les cree: piensan que Dios nació un 30 de octubre.
Cumplidos los trece años, Figueredo fue a probarse al club San Pablo. Obvio que pasó las pruebas de admisión con éxito. Quizás le aburra saber que tuvo dulces años en las inferiores del San Pablo, que lo colmaron de reconocimientos y disfrutó numerosos títulos. Las dificultades arreciaron después, cuando llegada cierta edad sus defectos le trabaron el camino al éxito: su escasa predisposición al vértigo era el ingrediente principal para conjurar el hechizo contra el salto a primera división. Tenía veinticinco años; sus primeros compañeros ya habían debutado en primera y él no. El preparador físico diseñó una estrategia de trabajo para él. A los pocos meses se vieron los primeros resultados: su velocidad había aumentado, pero no era suficiente.

Una mañana, mientras calentaba para el entrenamiento, doblegantes dolores y enormes convulsiones en su estómago lo dominaron. Se puso pálido y colores dramáticos fluían a borbotones de su boca. Se desvaneció en el verde mientras la camilla procuraba darle reposo. Los doctores no le descubrieron ningún mal: es más, en oposición a la recomendación médica, regresó a su hogar en su automóvil particular. Desde entonces, y cada vez que es consultado por el hecho, define la situación como “una epifanía, una liberación”.
Al día siguiente, para sorpresa de todos, se presentó al entrenamiento, que cumplió normalmente y que finalizó con cuarenta minutos de fútbol.
Figueredo ingresó cuando iban veintisiete minutos de juego. Recibió un pase en tres cuartas partes de la cancha en un contraataque iniciado por el seis Cacao. Esquivó un par de marcadores e intentó correr, pero, típico en él, no podía despegarse de sus seguidores. En eso le retornaron en forma atenuada las molestias del día anterior. Casi milagrosamente, el volante se relajó y avanzó fervorosamente hacia la meta rival, no sé si me entiende, para anotar merced a una finta miserable y burlona. Quedó mano a mano frente al arquero; amagó abrirse hacia la izquierda. Cuando el arquero fue a cubrir la posición aprovechó y le convirtió de caño.
Ah, ¿lo que no entiende no es el gol, es lo otro? Asocie lo de la epifanía, o mejor aún, la liberación. El instante previo mostraba a Figueredo en facetas antagónicas, como las máscaras de la comedia y la tragedia. El vigor y la fatiga apiñados en ese rostro arcilloso se expresaban a través una fuerza ajena e incontenible brotada dentro de sí, que ardía en la urgencia de una transformación. Desde sus entrañas nacía una flamante vitalidad que, como la sangre en los conductos, se bombeó a todo el cuerpo. Fue una puja breve pero feroz, una batalla sin cuartel entre el sometimiento y la emancipación, entre la debilidad y la fortaleza, entre la procrastinación y la diligencia, donde venció la segunda.
Miro su rostro y descubro que mis metáforas se divierten con usted. No se lo tome a mal; ambos —Figueredo y usted— merecen el mayor de mis respetos. Empero, es menester manejar el tema delicadamente al mismo tiempo que intento cuidar las formas y honrar el idioma. Disculpe entonces la llaneza y los rudimentos de mi lengua en pos de resultarle más explícito. Retomo: por las convulsiones, Figueredo dejó escapar una flatulencia feral y generosa, con cuyo impulso salió disparado hacia el arco contrario a velocidad pasmosa. Cuenta Onildo, un desconocido centrocampista de ese plantel, que el pasto por donde el astro había pasado se secó. Por favor, tenga la bondad de no consultarme por aquella lesión del brasileño.
Por supuesto, a partir de ese entonces se ganó un lugar en el equipo titular casi inmediatamente. De la noche a la mañana se convirtió en estrella y San Pablo ganaba hasta los sorteos del saque.
Las lenguas infames tienden a insultar las capacidades de Figueredo apoyándose en el carácter excéntrico y prosaico de su mejoría. Usted concordará conmigo que todo don debe ser utilizado en medidas racionales y convenientes. El muchacho es sano y prudente; evitó, en la medida de sus posibilidades, sucumbir a las presiones del éxito. Claro que un par de veces se excedió y, a efectos de disponer de fuerzas adicionales ingirió un suculento plato de feijoada dos horas antes del partido. En la Intercontinental de 1991 consumió además un pequeño refuerzo en el entretiempo, lo que llevó al Comité Internacional a considerar la incorporación de los porotos y lentejas dentro de la lista de estimulantes prohibidos.
“Es poesía ventral. Dejen al cuerpo definir las más elevadas expresiones del arte” respondía el técnico Aílson, cada vez que los periodistas cuestionaban las técnicas de desmarque de su protegido. “Estamos en igualdad de condiciones con el rival. Nosotros también experimentamos las consecuencias”, y “Con todo, es un jugador caro. No es fácil conformar a semejante futbolista. Necesita médico, nutricionista y lavandera personales” eran otras de sus devoluciones.
Figueredo fue pieza fundamental en el once de aquel San Pablo que tantas hazañas y honores cosechara en lo que un suspiro demora: tres campeonatos brasileños, dos Libertadores, dos Intercontinentales. No pudieron retenerlo más tiempo: a tres años de su debut en primera división, el club italiano Milan puso una suma millonaria sobre la mesa para que defendiese sus colores.
Esta etapa de la historia debe ser conocida para usted. Al margen de las cantidades precisas, sabe que la ventura le hizo mohínes al ídolo. Lo vio en los periódicos, lo oyó en la radio, se hartó de ver su cara en la televisión. Seguramente lo vitoreó en el aquel memorable partido frente al Cesena. Sin dudas, Figueredo rivalizaba con Maradona por el título de mejor futbolista. Aunque sea injusto y sesgado, cuando la gloria tiene ese carácter obcecado, cuando mantiene una actitud persistente y uniforme, se torna aburrida de contar: la historia se convierte en estadística. Solo le recordaré que en el club turinés conquistó cuatro títulos locales en igual cantidad de años, tres veces la copa UEFA, otras tres la Copa de Campeones y la Intercontinental en dos ocasiones.
Por supuesto, mantener ese altísimo nivel durante tanto tiempo haría mella en el brasileño tarde o temprano. Para los periodistas italianos, su buena estrella comenzaría a apagarse un domingo de octubre de 1995, más precisamente en la final de la copa UEFA de aquel año. ¿Recuerda ese partido? Milan vs. Inter, el duelo turinés. Muy apasionados estos tanos, enfermizamente ardientes. La señal de televisión promocionaba el partido como “sólo para infartados”, pues lo consideraban tan tensionante que no querían dañar más corazones.
Fue un encuentro salvaje, dinámico y demandante, a la altura de lo que había en juego. Todo el tiempo ocurría algo: pestañear en el momento inoportuno implicaba perderse parte del espectáculo. Faltaban cinco minutos para que terminara del partido e iban dos a dos. Aún bajo el cansancio reinante, la lucha en el mediocampo era intensa, con mucha fricción: nadie cedía un palmo al rival.
Entonces, Milan inició un ataque con su estrella paulista, quien recibió un pase en posición favorable, a unos quince metros de la medialuna del área, sobre la mitad izquierda. Lo marcaba el tano Varezzi, un zaguero morrudo, fiero y retacón, tan famoso por su brusquedad como por la impunidad que ostentaba. Se dice que en el mundial del año 1990 logró el récord de infracciones en el aire: once, en un córner, a tres escoceses distintos. Apenas recibió una advertencia por caer aparatosamente.
Como decía, Figueredo giró, amagó ir por la izquierda, y al encarar para su derecha inició uno de sus aromáticos piques. En plena aceleración, Varezzi se arrojó al piso para disputarle la posesión. Trabaron el balón, Figueredo perdió el equilibrio, y trastabillando cayó encima del árbitro, a espaldas del mismo, quien decidió expulsarlo.
Con un deportista menos el Milan alcanzó la prórroga y resistió estoicamente hasta los penales, donde, extenuado, sucumbió cuatro a dos.
Al día siguiente el juez de la contienda inició una costosa demanda por acoso sexual contra Figueredo. Yo que lo conozco, sé que el accidente lo despedazó. Le dieron demasiada repercusión a un incidente menor. Y el pobrecito, humilde como es, eligió poner fin a su carrera profesional para recalar en el fútbol sala.
Llegó al club Bandoleiros, de la ciudad de Recife, en enero de 1996. Con todo, su contratación revolucionó el ambiente. A los treinta y cuatro el astro seguía paseando su magia, esta vez de regreso en su país natal. Aunque ya no era el de antes —su escasa movilidad regresó con él— todavía era capaz de sorprender. Para mi sorpresa, apenas permaneció un par de meses. Se dijeron muchas cosas. Se habló de escasa adaptación al nuevo medio y de la baja competitividad del campeonato como las razones de su breve paso. Los organizadores aprovecharon para culparlo del fracaso económico al notar, entre otras cosas, una significativa merma en la cantidad de asistentes a los partidos del Bandoleiros y en la venta de pantalones cortos con la 10 de Figueredo.
Ayer un amigo me preguntaba, pretendiendo burlar el cerco perimetral del deporte, qué fue de la vida de Figueredo. Pues bien, se ha convertido en un próspero empresario. Puso fuera de la cancha las cualidades que lo hicieron famoso: visión, precisión e inteligencia. Con ellas, y sus ahorros, fundó la compañía “Roñao”. Tiene razón, usted la conoce, ha oído hablar de ella y seguramente ha utilizado sus productos. Es esa empresa desparramada por todo Brasil: la de la publicidad del desodorante de ambientes.

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