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lunes, 20 de junio de 2016

De por Qadesh



Soy un hombre huraño.
Por eso, sin prolegómenos ni demoras, contaré mi historia.
Fue un domingo, cerca del mediodía, tres semanas atrás. Compartía mi fastidio y mi presente y futuro inmediato con medio millar de seres en un popular mercado. Familias enteras como cardúmenes, observándolo todo con ojos amplios, empujando carros repletos de productos, colisionando unos contra otros, en un andar parsimonioso y torpe en busca de un capricho o un artículo a veces útil, a veces bonito.
Ay, Santiago, lo hacés para irritarme. Y te sale magnífico. Odio este sempiterno peregrinar entre seductores artículos que no me interesan y cuya única razón es robarme la atención, el dinero, el tiempo. Odio ese desplazamiento tardo, impasible, de anélido, tan característico del ambiente y del horario. Odio padecer en pretendido estoicismo las pesadas esperas que nos retienen para abandonar el lugar.
En el cénit de mi hartazgo argüí un tibio interés por los equipos de audio y me alejé de él. Sos un pez más, empujando tu carrito y soñando y relatando tus proyectos al aire, pensé, mientras su figura se diluía entre las estanterías.
Pasé por el sector de carnicería y me distraje unos segundos observando los cortes. Admito que las mollejas tenían buen aspecto por más que haya ponderado precios y conveniencia en plena apatía. Vacilé entre llevarlas o no; a mi entender, pese a su costo, era digno de gratificarme, o mejor aún, de ser compensado. Debí postergar mi decisión, mi acto de ecuanimidad, de balance cósmico, de justicia, pues fui interrumpido por una voz familiar que me llamaba; arqueé las cejas, respiré hondo, y cuando estuve listo giré en dirección de Santiago. Tal vez quería mi opinión en el color de un juego de sábanas o de platos, pero ya no importaba: no lo encontré. No divisé otros peces tampoco.
Me hallaba en un valle ligeramente cóncavo, árido y caluroso. Soplaba un viento intenso que espolvoreaba la tierra en urgentes remolinos y la vegetación, mayormente seca, era frondosa donde existía; no había llovido en un tiempo prolongado. Sobre un colchón de pasto alto y crujiente se dispersaban irregularmente árboles flacos de ramas altas en las que contadas aves representaban mi mejor compañía. Discernía dunas si las polvorientas nubes cedían la visión. Arbustos menudos de retraídas hojas moteaban el paisaje.
Azorado, observaba en todas direcciones buscando familiaridades, elementos reminiscentes, comunes, próximos en un paraje que me lucía inverosímil, imposible, ajeno y retirado. Sin nada mejor que hacer y para acallar la angustia comencé a caminar hacia el promontorio más pronunciado. Suponía que desde una mayor altura sería capaz de examinar convenientemente la zona y mis opciones.
Una vez alcanzado el monte descubrí una nueva llanura donde la soledad pertenecía al pasado. Sobre el borde derecho de ese inmenso cuenco, protegido tras un vallado, un campamento me miraba, hosco. Amenazador y vasto, claramente se distinguía como base militar, poblada de soldados de armadura ligera, caballos, carros, lanceros. En alguna parte tras la empalizada músicos los arengaban.

Al menos por unos segundos eligieron ignorarme. En la distancia, cardinalmente enfrentados a ellos, una polvareda prometía un encuentro. Poco dejaba ver la arena, pero el traqueteo de los caballos no daba lugar a dudas. Miles de guerreros, algunos en carros, otros de a pie, avanzaban hacia el campamento, que se me antojaba egipcio. Los visitantes desprendieron un puñado de entre los suyos, acaso de mayor rango, alzando sus lanzas hacia el enemigo desde sus carros. Vestían unos curiosos uniformes de tela blanca, que parecían no otorgar protección alguna. A un lado, un montón de desarropados –mercenarios, quizá– los acompañaba.
El comando egipcio, más profuso y organizado, analizaba la situación. Su líder, de piel cetrina oculta bajo túnica y tocado, era casi tan alto como el báculo que empuñaba. Ordenó las tropas, invocando a sus mejores arqueros, apoyados por soldados en carros livianos.
No demoraron mucho más tiempo hasta que el cayado señaló hacia el frente. Los alaridos se desplazaron desde la izquierda al encuentro de los soldados egipcios, ahogando el afán de los cascos, mientras miríadas de flechas surcaban el cielo pardo de este a poniente. Un hedor de último resuello cubrió la planicie.
En primer lugar se cruzaron los lanceros en carro por un lado y la infantería egipcia, con sus espadas curvas. Luego llegaron los soldados del grupo de la izquierda con hachas y espadas en forma de hoz. Atacaron los mercenarios, y mayormente fueron sofocados por los africanos. Pronto se percibió la ferocidad en los fúlgidos ojos en carmín, el chirriar del bronce contra las armaduras y los escudos, las órdenes disparadas en idiomas enterrados en el tiempo, gritos ininteligibles, el olor de la sangre y su repicar en el suelo, la agonía de los heridos, la desesperación y el lamento de los moribundos.
Pese a la diferencia en su favor, los egipcios no conseguían someter a sus rivales. La ferocidad hitita, inspirada en la salvaguarda del territorio, infundía terror y nivelaba el combate. Sus carros arremetían contra varios de los africanos hasta un desenlace traducido en gritos y cordones de sangre; cuando victoriosos, intentaban repetir la hazaña. La acción dispersaba las unidades, facilitando el ataque de los soldados de a pie.
Contemplé la escena atónito. Fuera la película más realista que hubiera visto o la lección de historia más clara y precisa que hubiera podido recibir, fue un creciente interés por retornar a lo que conocía como presente lo que me quitó del atontamiento. Así, pues, retomé la búsqueda del mercado, primero caminando delicadamente hacia atrás, del mismo modo en que procede quien pretende disimular su ida, luego en una hambrienta carrera hacia cualquier parte.
Miré hacia atrás, sin detener el paso. Un arquero tensaba la cuerda de su arma en mi dirección. Aceleré, si eso era posible; en mis mejores épocas, mi estado físico contemplaba soberbio la decadencia desde una distancia que en realidad era imperceptible.
El aire se desnudó en un silbido y me estremecí. Describí un trayecto errante, equívoco, en aras de desorientar al agresor. Llegó otro silbido, y luego dos más. El número crecía a la par del cansancio: circundaban flechas cuya trayectoria se perfeccionaba mediante el intento. Algunos proyectiles sembraban odio en la tierra, otros rebotaban un par de veces antes de yacer en espera de revancha.
Voces cortantes azuzaban mi carne. Los pies flotaban; la respiración, presurosa y ahogada, ocultaba cualquier escondrijo en la decrepitud de la tierra oriental. Miré al cielo preguntándome por la ventura de los hititas en ese momento. Tampoco importó. Sentí un puntazo, que se volvió ardor tenaz en mi espalda.
Habrá sido el horror, el dolor o la desesperanza; algo de aquello tiene que haberme provocado un vahído ineluctable. La escena, con sus soldados enviando a sus rivales en compañía de las deidades del más allá, se vistió de carmín. Las voces trocaron en ecos distantes, el paisaje en revoltijo de colores verdosos y amarillos y luego en una imagen rojiza para desleírse lentamente.
Santiago vociferaba palabras ininteligibles; yo, transido y aturdido, intentaba recobrarme. Demoré en abrir los ojos y cuando lo hice, lentamente, enceguecido por la luz, el alivio lo alcanzó, pues en su tono admonitorio me preguntó qué me había pasado, el por qué de mi errático comportamiento.
Evoqué la batalla, sus clamores y quejidos, el hedor de la muerte y el brío de sus protagonistas. Luego observé en derredor: los pececitos fisgoneando, las miríadas de rijosos artículos colocados  cromáticamente, los empleados en sus funciones, el personal de seguridad dando aviso al cuerpo médico. Desde un altavoz una fémina proponía ofertas.
Más torpe que asertivo, más juicioso que dolorido, confesé que me había perdido, que no recordaba nada, que quizás se me hubiera bajado la presión.
Me escuchó asintiendo en cada una de mis pausadas palabras. A su turno, la condescendencia, ese tinte infantil que utiliza para los hijos de su hermana, salió a la puerta para recibir a la irritación. Afirmó, a través de un repositor presente en calidad de testigo, que yo había huido de su presencia para espiar entre las góndolas a una pareja con hijos; aquellos discutían acaloradamente, los párvulos tomaban posición por uno u otro. No contento con eso, añadió Santiago, amoratado, inicié una carrera frenética y a los gritos por los pasillos en dirección a los equipos de audio, donde finalmente coincidí, en tiempo y espacio, con una pila de artículos electrónicos.
Necesito vacaciones, agregué, elusivo, dirigiéndome al doctor que arribaba. Siempre necesitamos vacaciones.
Lo que no pude explicar, ni alucinando siquiera, fue de dónde habían salido las hebras de pasto seco enredadas en mis puños.

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