Parecía
chino, si acaso no lo era: a la vista del hombre común, los genes le permitían
pasar por uno. Las pocas fotografías en las que aparece lo definen como un
hombre de atómica estatura, enjuto, de cabello entrecano, cara redonda de piel
blanco amarillenta, pómulos tibios con avellanados ojos grises que se alisaban
aún más cuando su sonrisa pareja se abría. El hombre se declaraba nacido en
China y, contradiciendo el estereotipo, hablaba español e inglés clara y
fluidamente; los que dudaban de su origen juraban que provenía de la Banda
Oriental. Según sus allegados, era además de manos delgadas y firmes
convicciones.
El
inicio de la historia demanda remontarse a una de sus últimas apariciones
públicas. Durante el ocaso del milenio visitó diferentes ciudades de Estados
Unidos a fin de concretar negocios con importantes empresas, en su mayoría
vinculadas a los medios audiovisuales. Nueva York, Los Angeles y Washington
fueron algunas de las elegidas. En esta última, sobre el cierre de su estadía,
visitó la Casa Blanca. Xei Wong, así se llamaba, asistió con su comitiva,
compuesta de amigos, socios, testaferros, consejeros, guardaespaldas o todo
aquello junto.
El
mandatario se encontraba en su oficina cuando una persona de extrema confianza
le anunció la presencia del oriental. Suspiró. Aquel nombre poblado de
consonantes infrecuentes entre los occidentales era brumoso y fácil de
confundir. Para la mayoría de ellos, su rostro también.
—Xei
Wong —dijo, fingiendo sorpresa.
—Charles
—devolvió el chino, acercándose.
Se
dieron la mano enérgicamente, en estudiada camaradería. Ambos tomaron asiento. Dos
amigos de Xei Wong permanecieron de pie en la sala.
—Creí que vendrías antes. Has demorado en
venir.
—He estado ocupado. Negocios.
—Veo que no pierdes el tiempo. ¿Y qué te
trae por aquí?
—Un negocio más.
Charles sonrió.
—Mi secretaria, Lynn, no entra en ningún acuerdo
—y guiñó un ojo.
—Tengo
una oferta para hacerte —dijo el oriental, y antes que las sonrisas se
evaporaran, prosiguió— por Washington.
Charles
se rió burlonamente buscando la complicidad de su interlocutor. Aquella
carcajada, no obstante, se cortó al descubrir que Xei Wong mantenía la misma
expresión, calma y paciente, como un cuervo contemplando a su agonizante presa.
—Vamos,
Xei Wong, ¿a qué has venido realmente?
Lo
miraba extrañado, preguntándose si aquel sujeto canoso (“ese despreciable
cernícalo de ojos acostados” lo pensaba), que fuera un socio extremadamente
valioso en los años ochenta, era tan horrendo y miserable como lo describían
los reportes del servicio secreto.
Xei
Wong extrajo de su saco la chequera una Mont Blanc azulada. Comenzó a garabatear
símbolos en ese trozo de papel. Escribió un número convincente. Un uno seguido
de una familia de ceros. Familia numerosa, debo decir. Como si un par de ceros
se dedicaran a fornicar continuamente y engendrar ceritos, ceritos y más
ceritos. Como si necesitaran vengarse de la ignominiosa omisión a la que fueran
sometidos por los pueblos de la antigüedad. Le acercó el documento a Charles,
quien lo rechazó, arrebolado.
—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre venir a
insultarme?
—Charles
—dijo mientras hacía la señal de alto—, no es necesario invocar la violencia.
Mi intención es proponer una oferta inteligente y razonable. Como recordarás,
hemos trabajado juntos antes, y creo que no lo hicimos nada mal. Tuvimos un
acuerdo, donde honré los deseos de tu nación sin que interfirieran con los
míos. Ahora, evocando aquella vez, honrando nuestro pacto, quisiera que
volviésemos a hacerlo.
—¿Acaso
te das cuenta de lo que estás pidiendo? ¿Crees que tu solicitud tiene alguna
posibilidad?
—Creo
en la honorabilidad de las personas. Creo en el valor de la palabra y le
confiero una importancia singular; no es un mero recurso de seducción usado por
los grandes hombres y mujeres de la civilización. Tiene tanto valor como un
contrato y acarrea en cada sílaba el honor de quien las emite. Diplomáticos,
líderes, héroes, capitanes, ladrones y bucaneros: todos ellos, sin distinción
de clase ni de actividad, conocen el valor de la palabra y han arengado a los
suyos en pos de una meta afín. Un singular número de ellos ha respetado sus
promesas cumpliendo con su palabra. Tú eres un líder —el más encumbrado en la
actualidad— y creo en tu honor.
—Mira,
soy un hombre de palabra, aunque quizás este no sea el mejor momento para…
—Un
soplón, sabrás, puede aniquilar una nación. Tendrás presente, pues conozco a
tus espías, que todo el hecho trajo desagradables consecuencias sobre mi
persona y mi familia. Sé que los tres gobiernos —el mío, el ruso, el tuyo— a su
manera me vigilaron, me investigaron, me siguieron día y noche. Seguramente
aguardaban un quiebre, un indicio, un augurio por lo menos. Y pude haber caído.
Sobraron confesores y ocasiones donde ambos, circunstancia y actores, coincidieron;
tantas veces pude haber clamado piedad y escupir mis recuerdos. Tantas veces
pude haberme desembarazado del horror y la ignominia, acabar con mis
pesadillas, olvidar, dedicarme a existir. Pero privilegié nuestro compromiso.
Sobreviví en mi silencio, estoico, siguiendo actos espartanos, mundanos,
mientras cavilaba lúgubres pensamientos acorralados por cuatro paredes sucias
de roña y deposiciones: viví sin vida. Así, a los ojos de gran parte de la
sociedad, mis secretos retornaron a las sombras, y resguardé a ambos: a ti y a
tu nación.
—Recuerdas
que la embajada intercedió para liberarte.
—Por
supuesto, me recordarías ese generoso aunque demorado acto. Naturalmente, no
podían comprometerse directamente, pero hubiera deseado algo más de bríos en la
intentona: un esfuerzo que costara cuatro o cinco años menos hubiera sido de
agradecer.
»Hoy
quiero otorgar una segunda oportunidad e invitarte al convenio original, pues el
pundonor define a cada persona. ¿Puede un hombre honorable tornarse proclive a
la perfidia? Probablemente no, pero es más fácil hallarla en uno medroso.
Cuando el cobarde vacila, cae, y en su caída lo acompaña una porción de la
dignidad humana. Por eso procuro recobrar el valor cada día, para no
desaparecer en mi nadir personal. Entonces, cada vez que parecía que me
despeñaría de camino al cadalso, cada vez que ese silencio zahería mis
entrañas, cada vez que en la memoria la mirada caudalosa de los míos ahogaba mi
espíritu, me forzaba a retornar de mis padecimientos. Tomé fuerzas de mis
propios dolores e hice un inmenso sacrificio por tu pellejo y tu país.
—Mira,
comprendo tu ira. Quizás sepas que por entonces iniciamos una misión disuasiva,
de desinformación, pero fue necesario desactivarla antes que el servicio
secreto ruso...
—Hoy
día, ya convertido en un hombre obscenamente rico, necesito purgar mi memoria
en la observancia de tu promesa.
—Si
realmente es una oportunidad tan buena, ¿por qué no la propones en tu país?
—caviló el gobernante.
El
rostro del oriental, usualmente amarillento, se tiñó de anaranjado.
—Estoy
a punto de bañarte en dinero por generaciones, de brindarle inimaginable prosperidad
a tu país, de realmente enseñarles a
ganar dinero, por apenas el pequeño precio de haberte cedido un fenomenal
avance tecnológico que pagué con terribles experiencias de vida, ¿y realmente piensas
que estoy haciéndote una propuesta injusta? ¿Crees que anhelo lastimarlos? —hizo
una pausa, frunció el ceño, sus cejas se quebraron; la zona cercana a su nariz
se pobló de ángulos. Apretó los labios y su voz sonó sombría—. ¿O, en cambio, acaso
creas que debería hacerlo?
Mientras el presidente declamaba su
indignación, discretamente buscaba con sus dedos una saliente en el escritorio.
Deslizó una cubierta y halló el pequeño botón carmín. Entretanto, el oriental tomó la chequera nuevamente y dibujó otra cifra, esta vez tan grande
que si la obscenidad tuviera cuerpo se hubiese ruborizado. La pluma orilló el
borde del papel, ahogándose sobre la mesa de roble, mientras trazaba columnas
de esos exiliados de la división. Charles permaneció en silencio unos segundos,
confundido, preguntándose si Xei Wong se encontraba más cerca de la
megalomanía, la locura o la sordera.
Sin
golpear, llegaron seis hombres fornidos, prolijamente trajeados. Para ambos
bandos, lejos de representar una amenaza,
demarcaban el fin del encuentro.
—Vete. Estados Unidos no está a la venta.
Los
guardaespaldas se acercaron lentamente a Xei Wong, copiando a sus acólitos. El
oriental pidió calma y dispuso su retiro. Quiso estrechar la mano con el
americano, pero ante el desinterés de éste, optó por retirarse. Mientras se
alejaba, alzó su mano izquierda dibujando una guarda de elipses en el aire.
—Creo
que finalmente comprenderás y harás lo correcto.
El
mandatario tragó saliva.
—¿Y
bien? —pregunté.
La
expresión de Alberto desnudaba desdén y desencanto.
—Es
muy disparatado y está lleno de lugares comunes y metáforas obvias. Los
personajes se me hacen débiles, no están muy bien definidos que digamos, tienen
un diálogo impensable, o mejor dicho, un monólogo. Y le haría falta un mejor
final. Por otra parte, ¿vos creés que se puede entrar a la Casa Blanca así
nomás, en grupo y sin avisar, como si fuera un tenedor libre? ¿Pensás lo del
botón rojo o la cuestión del cheque como elementos factuales?
—De
acuerdo, la caracterización es floja y escribir es un hobby en el que no me
destaco — admití, al borde del rubor—. Coincidimos en la orientación: es
absurdo. Por tanto, me permito ser tan irreal como quiera, omitiendo
precisiones a gusto y colocando el foco del relato en criterio afín. Elijo, por
ejemplo, omitir el encuentro con la seguridad al ingreso, describir su
protocolo, o comentar el color de las cortinas del Salón Oval. No sé de nadie
que conozca al dedillo la Casa Blanca: ¿cómo sabés que no hay un botón rojo? ¿Importa?
Con respecto al cheque, si querés hago que saque el dinero del bolsillo...
—Y
mejor no hablar del tuteo —arremetió—. Parece una novela, una mala novela, pero
novela al fin —y comenzó a parodiar los culebrones latinoamericanos, esos donde
el principal actor es el melodrama, donde los personajes se nombran
inacabablemente sin omitir apellidos ni abolengo, donde el padecimiento es casi
idéntico en longitud, está a un apodo de distancia. Comenzó un galimatías estereotipado
e irónicamente lleno de clisés en un tono exageradamente centroamericano.
Entretanto,
Marcos, aburrido, entretenía sus dedos tallando muescas en la vieja mesa con
una moneda. Por un instante quise ser él, distante, perdido en sí mismo,
apartado de este oprobio secular. Deseaba borrar el momento junto con el
manuscrito. Probablemente Alberto tuviera razón. "Tal vez debí haber reformulado
la idea inicial", pensé. "Los personajes del cuento están penosamente
delineados. Pero peor estamos nosotros, como yo, como Marcos, que ni siquiera
una descripción física poseemos. Hasta ahora, ni siquiera puedo imaginarme, por
ejemplo, cuántos años tiene el manco o cómo me veo frente al espejo. ¿Será
pelado Alberto? ¿Será católico? ¿Marcos es artista o simplemente está aburrido?".
—Pibe,
tenés que escribir sobre otras cosas —el manco Mainé le hizo una seña a Omar y
un fernet se apareció ante mí—. Por ejemplo, de minas, de relaciones de parejas,
de sexo, de acción, de fútbol, de cosas más interesantes —hablaba y sus brazos
enloquecían tratando de ceñir un objetivo incorpóreo e inabarcable—. Tenés que
dejar de escribir sobre boludeces que no pueden pasar. Yo te voy a ayudar. Pero
ahora juguemos un truco. El fernet lo paga el pibe —le gritó a Omar y lo acompañaba
su grueso dedo índice acusándome desde lo alto.
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