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viernes, 8 de marzo de 2019

El chino



Parecía chino, si acaso no lo era: a la vista del hombre común, los genes le permitían pasar por uno. Las pocas fotografías en las que aparece lo definen como un hombre de atómica estatura, enjuto, de cabello entrecano, cara redonda de piel blanco amarillenta, pómulos tibios con avellanados ojos grises que se alisaban aún más cuando su sonrisa pareja se abría. El hombre se declaraba nacido en China y, contradiciendo el estereotipo, hablaba español e inglés clara y fluidamente; los que dudaban de su origen juraban que provenía de la Banda Oriental. Según sus allegados, era además de manos delgadas y firmes convicciones.
El inicio de la historia demanda remontarse a una de sus últimas apariciones públicas. Durante el ocaso del milenio visitó diferentes ciudades de Estados Unidos a fin de concretar negocios con importantes empresas, en su mayoría vinculadas a los medios audiovisuales. Nueva York, Los Angeles y Washington fueron algunas de las elegidas. En esta última, sobre el cierre de su estadía, visitó la Casa Blanca. Xei Wong, así se llamaba, asistió con su comitiva, compuesta de amigos, socios, testaferros, consejeros, guardaespaldas o todo aquello junto.
El mandatario se encontraba en su oficina cuando una persona de extrema confianza le anunció la presencia del oriental. Suspiró. Aquel nombre poblado de consonantes infrecuentes entre los occidentales era brumoso y fácil de confundir. Para la mayoría de ellos, su rostro también.

—Xei Wong —dijo, fingiendo sorpresa.
—Charles —devolvió el chino, acercándose.

Se dieron la mano enérgicamente, en estudiada camaradería. Ambos tomaron asiento. Dos amigos de Xei Wong permanecieron de pie en la sala.

—Creí que vendrías antes. Has demorado en venir.
—He estado ocupado. Negocios.
—Veo que no pierdes el tiempo. ¿Y qué te trae por aquí?
—Un negocio más.

Charles sonrió.

—Mi secretaria, Lynn, no entra en ningún acuerdo —y guiñó un ojo.
—Tengo una oferta para hacerte —dijo el oriental, y antes que las sonrisas se evaporaran, prosiguió— por Washington.


Charles se rió burlonamente buscando la complicidad de su interlocutor. Aquella carcajada, no obstante, se cortó al descubrir que Xei Wong mantenía la misma expresión, calma y paciente, como un cuervo contemplando a su agonizante presa.

—Vamos, Xei Wong, ¿a qué has venido realmente?

Lo miraba extrañado, preguntándose si aquel sujeto canoso (“ese despreciable cernícalo de ojos acostados” lo pensaba), que fuera un socio extremadamente valioso en los años ochenta, era tan horrendo y miserable como lo describían los reportes del servicio secreto.
Xei Wong extrajo de su saco la chequera una Mont Blanc azulada. Comenzó a garabatear símbolos en ese trozo de papel. Escribió un número convincente. Un uno seguido de una familia de ceros. Familia numerosa, debo decir. Como si un par de ceros se dedicaran a fornicar continuamente y engendrar ceritos, ceritos y más ceritos. Como si necesitaran vengarse de la ignominiosa omisión a la que fueran sometidos por los pueblos de la antigüedad. Le acercó el documento a Charles, quien lo rechazó, arrebolado.

—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre venir a insultarme?
—Charles —dijo mientras hacía la señal de alto—, no es necesario invocar la violencia. Mi intención es proponer una oferta inteligente y razonable. Como recordarás, hemos trabajado juntos antes, y creo que no lo hicimos nada mal. Tuvimos un acuerdo, donde honré los deseos de tu nación sin que interfirieran con los míos. Ahora, evocando aquella vez, honrando nuestro pacto, quisiera que volviésemos a hacerlo.
—¿Acaso te das cuenta de lo que estás pidiendo? ¿Crees que tu solicitud tiene alguna posibilidad?
—Creo en la honorabilidad de las personas. Creo en el valor de la palabra y le confiero una importancia singular; no es un mero recurso de seducción usado por los grandes hombres y mujeres de la civilización. Tiene tanto valor como un contrato y acarrea en cada sílaba el honor de quien las emite. Diplomáticos, líderes, héroes, capitanes, ladrones y bucaneros: todos ellos, sin distinción de clase ni de actividad, conocen el valor de la palabra y han arengado a los suyos en pos de una meta afín. Un singular número de ellos ha respetado sus promesas cumpliendo con su palabra. Tú eres un líder —el más encumbrado en la actualidad— y creo en tu honor.
—Mira, soy un hombre de palabra, aunque quizás este no sea el mejor momento para…
—Un soplón, sabrás, puede aniquilar una nación. Tendrás presente, pues conozco a tus espías, que todo el hecho trajo desagradables consecuencias sobre mi persona y mi familia. Sé que los tres gobiernos —el mío, el ruso, el tuyo— a su manera me vigilaron, me investigaron, me siguieron día y noche. Seguramente aguardaban un quiebre, un indicio, un augurio por lo menos. Y pude haber caído. Sobraron confesores y ocasiones donde ambos, circunstancia y actores, coincidieron; tantas veces pude haber clamado piedad y escupir mis recuerdos. Tantas veces pude haberme desembarazado del horror y la ignominia, acabar con mis pesadillas, olvidar, dedicarme a existir. Pero privilegié nuestro compromiso. Sobreviví en mi silencio, estoico, siguiendo actos espartanos, mundanos, mientras cavilaba lúgubres pensamientos acorralados por cuatro paredes sucias de roña y deposiciones: viví sin vida. Así, a los ojos de gran parte de la sociedad, mis secretos retornaron a las sombras, y resguardé a ambos: a ti y a tu nación.
—Recuerdas que la embajada intercedió para liberarte.
—Por supuesto, me recordarías ese generoso aunque demorado acto. Naturalmente, no podían comprometerse directamente, pero hubiera deseado algo más de bríos en la intentona: un esfuerzo que costara cuatro o cinco años menos hubiera sido de agradecer.
»Hoy quiero otorgar una segunda oportunidad e invitarte al convenio original, pues el pundonor define a cada persona. ¿Puede un hombre honorable tornarse proclive a la perfidia? Probablemente no, pero es más fácil hallarla en uno medroso. Cuando el cobarde vacila, cae, y en su caída lo acompaña una porción de la dignidad humana. Por eso procuro recobrar el valor cada día, para no desaparecer en mi nadir personal. Entonces, cada vez que parecía que me despeñaría de camino al cadalso, cada vez que ese silencio zahería mis entrañas, cada vez que en la memoria la mirada caudalosa de los míos ahogaba mi espíritu, me forzaba a retornar de mis padecimientos. Tomé fuerzas de mis propios dolores e hice un inmenso sacrificio por tu pellejo y tu país.
—Mira, comprendo tu ira. Quizás sepas que por entonces iniciamos una misión disuasiva, de desinformación, pero fue necesario desactivarla antes que el servicio secreto ruso...
—Hoy día, ya convertido en un hombre obscenamente rico, necesito purgar mi memoria en la observancia de tu promesa.
—Si realmente es una oportunidad tan buena, ¿por qué no la propones en tu país? —caviló el gobernante.

El rostro del oriental, usualmente amarillento, se tiñó de anaranjado.

—Estoy a punto de bañarte en dinero por generaciones, de brindarle inimaginable prosperidad a tu país, de realmente enseñarles a ganar dinero, por apenas el pequeño precio de haberte cedido un fenomenal avance tecnológico que pagué con terribles experiencias de vida, ¿y realmente piensas que estoy haciéndote una propuesta injusta? ¿Crees que anhelo lastimarlos? —hizo una pausa, frunció el ceño, sus cejas se quebraron; la zona cercana a su nariz se pobló de ángulos. Apretó los labios y su voz sonó sombría—. ¿O, en cambio, acaso creas que debería hacerlo?

Mientras el presidente declamaba su indignación, discretamente buscaba con sus dedos una saliente en el escritorio. Deslizó una cubierta y halló el pequeño botón carmín. Entretanto, el oriental tomó la chequera nuevamente y dibujó otra cifra, esta vez tan grande que si la obscenidad tuviera cuerpo se hubiese ruborizado. La pluma orilló el borde del papel, ahogándose sobre la mesa de roble, mientras trazaba columnas de esos exiliados de la división. Charles permaneció en silencio unos segundos, confundido, preguntándose si Xei Wong se encontraba más cerca de la megalomanía, la locura o la sordera.

Sin golpear, llegaron seis hombres fornidos, prolijamente trajeados. Para ambos bandos, lejos de representar una amenaza,  demarcaban el fin del encuentro.

—Vete. Estados Unidos no está a la venta.

Los guardaespaldas se acercaron lentamente a Xei Wong, copiando a sus acólitos. El oriental pidió calma y dispuso su retiro. Quiso estrechar la mano con el americano, pero ante el desinterés de éste, optó por retirarse. Mientras se alejaba, alzó su mano izquierda dibujando una guarda de elipses en el aire.

—Creo que finalmente comprenderás y harás lo correcto.

El mandatario tragó saliva.

—¿Y bien? —pregunté.
La expresión de Alberto desnudaba desdén y desencanto.
—Es muy disparatado y está lleno de lugares comunes y metáforas obvias. Los personajes se me hacen débiles, no están muy bien definidos que digamos, tienen un diálogo impensable, o mejor dicho, un monólogo. Y le haría falta un mejor final. Por otra parte, ¿vos creés que se puede entrar a la Casa Blanca así nomás, en grupo y sin avisar, como si fuera un tenedor libre? ¿Pensás lo del botón rojo o la cuestión del cheque como elementos factuales?
—De acuerdo, la caracterización es floja y escribir es un hobby en el que no me destaco — admití, al borde del rubor—. Coincidimos en la orientación: es absurdo. Por tanto, me permito ser tan irreal como quiera, omitiendo precisiones a gusto y colocando el foco del relato en criterio afín. Elijo, por ejemplo, omitir el encuentro con la seguridad al ingreso, describir su protocolo, o comentar el color de las cortinas del Salón Oval. No sé de nadie que conozca al dedillo la Casa Blanca: ¿cómo sabés que no hay un botón rojo? ¿Importa? Con respecto al cheque, si querés hago que saque el dinero del bolsillo...
—Y mejor no hablar del tuteo —arremetió—. Parece una novela, una mala novela, pero novela al fin —y comenzó a parodiar los culebrones latinoamericanos, esos donde el principal actor es el melodrama, donde los personajes se nombran inacabablemente sin omitir apellidos ni abolengo, donde el padecimiento es casi idéntico en longitud, está a un apodo de distancia. Comenzó un galimatías estereotipado e irónicamente lleno de clisés en un tono exageradamente centroamericano.

Entretanto, Marcos, aburrido, entretenía sus dedos tallando muescas en la vieja mesa con una moneda. Por un instante quise ser él, distante, perdido en sí mismo, apartado de este oprobio secular. Deseaba borrar el momento junto con el manuscrito. Probablemente Alberto tuviera razón. "Tal vez debí haber reformulado la idea inicial", pensé. "Los personajes del cuento están penosamente delineados. Pero peor estamos nosotros, como yo, como Marcos, que ni siquiera una descripción física poseemos. Hasta ahora, ni siquiera puedo imaginarme, por ejemplo, cuántos años tiene el manco o cómo me veo frente al espejo. ¿Será pelado Alberto? ¿Será católico? ¿Marcos es artista o simplemente está aburrido?".

—Pibe, tenés que escribir sobre otras cosas —el manco Mainé le hizo una seña a Omar y un fernet se apareció ante mí—. Por ejemplo, de minas, de relaciones de parejas, de sexo, de acción, de fútbol, de cosas más interesantes —hablaba y sus brazos enloquecían tratando de ceñir un objetivo incorpóreo e inabarcable—. Tenés que dejar de escribir sobre boludeces que no pueden pasar. Yo te voy a ayudar. Pero ahora juguemos un truco. El fernet lo paga el pibe —le gritó a Omar y lo acompañaba su grueso dedo índice acusándome desde lo alto.

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