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martes, 31 de julio de 2012

Lola


Coincidentemente, la conversación se estaba muriendo. Alcanzó un estado irreversible en el instante en que, por millonésima vez en los últimos cuatro años, Dolores tocó el tema del testamento. El suyo.
Cada vez que hablaba de aquello lo hacía bajo una aparente naturalidad que se desmenuzaba cuando durante ciertos pasajes rompía en llanto. Sin embargo, no revisaba su pasado con nostalgia, tristeza o remordimiento, ni departía amarguras sobre la finitud existencial o la inexorable corrupción física. Mucho menos contemplaba la evaporación de sus sueños, las fraternales heridas que no pudo cerrar o los planes que quiso llevar a cabo. Muy por el contrario, alojaba todas esas imágenes en su ser, donde tarde o temprano, azuzadas por sus demonios, por sus resquemores, por sus angustias, afloraban como lágrimas.
Dolores, setenta y pico, soltera, sin hijos, un tanto paranoica, pretendía que cada centavo, con su brillo y color originales, apilado, envuelto y pesado en los simétricos montículos por ella definidos, llegara exacta y precisamente a las personas que había seleccionado en los plazos que considerara apropiados.

–¿No pensás en hacer un testamento vos también?– preguntó en voz baja. La confitería estaba llena y no deseaba ser escuchada por nadie más.
–No. ¡Qué voy a poner si no tengo nada!– replicó María.

miércoles, 27 de junio de 2012

Prisma


Campera, bufanda, guantes y gorra, todo en azul oscuro, como de uniforme. Salís a la calle oscura, helada y nebulosa, la que con su tinte hace que el paisaje desafíe al surrealismo. Una lluvia obcecada se dejó ver toda la tarde y el aire gélido está impregnado del olor a verde intenso, a la efervescencia vital de la tierra húmeda. Luces distantes desde puntos inocuos e irreconocibles delinean los edificios más cercanos. La bruma señala lánguidamente figuras informes identificables sólo al acercarse, siluetas borrosas que deambulan hacia direcciones imprevistas, cristales empañados en los automóviles, voces retiradas e ignotas. Camino a casa tus apresuradas botas divagan entre el barro, las baldosas desmembradas por las raíces de los pálidos tilos añosos y la hojarasca bronceada de fines de otoño, mientras tu respiración nimba volutas de lasitud.
Delante de tu cuero encorvado por el apuro se desplaza una silueta borrosa. Se trata de una joven enfundada en campera y ropas pesadas. Serán color azul o negro; la luz ambarina no se manifiesta suficientemente cooperativa. Es corpulenta, de movimientos cansinos y oscilantes, previsibles por su contextura; carga una henchida bolsa en su mano derecha.
Al acercarte su contorno crece. Su cabello es corto y castaño coronado con una gorra de lana negra; avanza, ensimismada y parsimoniosa. Sopesás el momento para sobrepasarla y seguir camino. La joven gira hacia la izquierda su cara regordeta al percibir tus pasos insensatos y urgentes. En ese movimiento ínfimo y breve, entre altanero y receloso, desde el rabillo del ojo escruta tus maniobras e intenciones, mociones y gestos buscando visos de traición.

–Tranquila– te oí decir, incómodo y forzado. Sonreís, aunque la bufanda te cubre la cara. –No...

viernes, 25 de mayo de 2012

Génesis


-Si fueras un personaje de D&D tu alineación sería caótico maligno- disparó Ramiro, avieso.

La frase salió de la nada, profanando un silencio de oficina escondido entre teclados y ratones, y despertó rostros embebidos en la sibilina seducción de las pantallas. Encerraba un código común, de lengua muerta, practicada por pocos bajo indiscernibles circunstancias. Ambos, en algún punto, compartíamos esa clave; tenía yo noción de borrosos, núbiles rudimentos, poblados más por supuestos que por preceptos, cuya aplicación se vincula a conciliábulos nocturnos repletos de historias fantásticas, arcanos, enigmas, azar, combate y misterio.
Ramiro, docto en la lengua, me miró sonriente, con ojos inicuos, envuelto en la perspicacia de quien aguarda una refutación tras un comentario cuya sagacidad me sitió en tierras del tártaro. Aquella tipificación, reservada para los criminales seriales, las bestias demoníacas sublevadas a la vileza más descarnada y al batiente egoísmo de sus impulsos, las criaturas de limitada inteligencia y aún menos destacable imaginación, los seres más brutales, violentos y deleznables, las alimañas de ausente nobleza, las informes, ruines almas alejadas de toda sensibilidad, en suma, individuos de la más baja estofa, se me antojó por demás excesiva.

-Eeeh- respondí, si es que a eso se le puede llamar respuesta.

Las frases más ponzoñosas, al igual que los ataques más efectivos, caen por sorpresa. El comentario correspondía a ambas simultáneamente. Una consideración de tal magnitud, cruel, rabiosa, enfocada en hiperbolizar el ser y parecer de un presunto descarriado, de un demonio menor, frente a los ojos de las otras dos personas allí presentes, demolió mi actitud serena del momento. Ramiro no había hecho otra cosa que exaltar la figura de un sujeto –de mí– desdibujándome en el proceso, hasta tornarme completamente aborrecible. Caía sobre mí un tul siniestro que, configurando una desagradable deformidad, advertía a los demás y me alejaba de ellos; pasaba a encarnar el fin sobre los medios, lo execrable, lo indigno, lo inmoral, lo basto y salvaje, lo pérfido e injusto.

jueves, 31 de marzo de 2011

Catálogo

Sonó una suave campanilla. Frente a sus ojos, la pantalla brilló en rojo incandescente el número del nuevo turno, coincidente con el suyo.
La mano sarmentosa inició su peregrinar por un libro sin nombre de tapas rojas que reposaba en el mostrador. Se dedicó a leer, de forma arbitraria, sesgada, la información presente bajo cada foto. En su errante, inconformista viboreo, recorrió hoja tras hoja, una y otra vez, en un sentido y otro, sin prisa ni decisión.
Detrás del mostrador y del azul de sus ojos, una joven de cabellos recogidos observaba expectante a la tranquila figura, atenta a sus demandas.
Finalmente, a pocos minutos —antojadizamente interminables— de iniciado ese examen letárgico, el libro capituló en su plan disuasorio y el añoso dedo índice se desplomó sobre la foto de un muchacho, tapando parcialmente su rostro en la hoja satinada.
La figura carraspeó. Con voz queda, casi imperceptible, dispersa en el silencio, confirmó el pedido.

—Este —solicitó.

La joven sonrió e inmediatamente dio inicio a sus actividades. Tomó un cuaderno y una pluma estilográfica ubicados en un estante debajo del mostrador. Grabó prolija y parsimoniosamente un puñado de letras, números y guiones, consultando con frecuencia el catálogo.
Al finalizar, y tras verificar una última vez su tarea, sopló suavemente la tinta y cuando ésta se secó, hizo que las tapas de cuero negro se juntaran gradualmente.
Se saludaron. La figura, satisfecha, se retiró. La campanilla volvió a sonar.
Y a la mañana siguiente, el padre Iván, recientemente ordenado, se despertó convencido que su fe podía negociarse.

viernes, 28 de enero de 2011

Jezebel

Había culminado mi jornada laboral. Era un caluroso y soleado mediodía de enero en una ciudad rebosante de calles abandonadas, desérticas, disponibles, pese al horario pico. Muchos comercios permanecían cerrados desde el inicio del mes, otros aguardaban impacientes el inicio de la segunda quincena para hacerlo. Sufría la ciudad su propia desnudez, ese cisma poblacional, el desapego estacional, endémico, destilado en el alambique vacacional veraniego. A quienes nos veíamos en el infame trance de permanecer en la urbe, privándonos de ese zumo, oleadas de fuego nos recibían, y a su encuentro nos amedrentaban y aplastaban en la ausencia del viento. Dirigíame al centro de la ciudad a realizar trámites, cuando entre el bochornoso, pesado vaho que dibujaba los interminables edificios con trazos oblicuos, o curvos, diríase irreverentes, y que teñía los tilos de un sinnúmero de tonalidades rojizas, verdosas y azuladas, la introspectiva travesía imaginada en mis ojos debió relegarse ante dos fanales ambarinos y un rictus de alegría que ya me habían ubicado. La persona dueña de esos atributos era una mujer que, al reconocerla, me devolvió a mi pasado.
Afloró en mi vida durante la adolescencia, transcurrida en Gualeguay, ciudad enclavada en la terca humedad de la mesopotamia entrerriana. Rubia, alta, de piel blancuzca, rasgos romanos, ojos color miel y sonrisa publicitaria, me atraía desde la unicidad de su nombre. Jezebel se llamaba, con esa grafía bíblica y singular demarcada por el tajante cincel del Registro de las Personas.
Recuerdo que nos reencontramos en el inicio de nuestras instrucciones universitarias y comenzamos a socializar con cierta asiduidad. Existía un principio de afinidad y conforme la conocía cobraba mayor protagonismo en mis desvaríos. Entretanto, el vínculo entre ambos crecía ávidamente.
Intenté conquistarla y fallé. Insistí, con el mismo resultado. Perseveré un poco más y me torné un fastidio, un pesado entusiasta de aquel conato romántico.