Las narraciones
biográficas más laureadas ostentan, entre otros notables atributos, una gozosa
profusión de datos. A causa de su naturaleza exhaustiva aparecen fechas de
eventos trascendentales, preferencias y hábitos del personaje principal, los
estudios que realizó, personas relevantes en su vida, amistades, romances: todo
esto otorga profundidad a la historia, describe la real dimensión del sujeto
estudiado y refleja el denuedo del investigador, la seriedad de su trabajo,
reforzando la credibilidad del autor y de su obra.
La historia de
Andrei K., lamentablemente, no posee ninguna de estas características. Es, para
decirlo precisa y sucintamente, obscura, carente de datos y anida familias de
mentiras. Con todo, este humilde narrador, Trifón Vassiliei, ocasional e
injustamente tildado de fabulador, halla valía en una nota sobre el tema publicada
recientemente en un matutino ruso.
A mi entender, su
atractivo singular yace en el carácter polarizador que la figura del astro
proyecta: aún cuenta con fanáticos que defienden al deportista, su pedigrí y el
hipotético nivel que hubiera alcanzado. También existen otros que cuestionan el
glorioso aura que rodea dichos talentos, llegando incluso a negar la existencia
del jugador. Los que apoyan a Andrei (“gente cuerda y amante del fútbol” se
hacen llamar) afirman que la desinformación, la censura de la época y el
supuesto ocultamiento de una camada de sucesos que lo tuvieron como
protagonista terminaron por anular hasta su identidad. Quienes se observan en contra
(“personas juiciosas que idolatran al balompié” se hacen llamar), lo denuestan
y rechazan toda acusación por inverosímil e irracional.
El joven habría
conformado la máxima esperanza surgida de la Unión Soviética, cuyo excitante
fútbol por entonces rememoraba la gloria y el talento de mediados del siglo
veinte. Conjugábanse determinadas condiciones deportivas que la señalaban como
un contendiente de fuste, respetable, si no temible, para las competencias
internacionales. No fue lo que ocurrió. Como se verá, el joven y su país
compartieron un funesto destino.
De acuerdo con los
entusiastas, la vida de Andrei comenzó el 27 de febrero de 1972 en un tren
rumbo a Samarcanda, donde un auxiliar ferroviario, amigo y colega del padre,
ofició de partero.
Era el hijo menor de
una familia que nunca tuvo residencia fija: las dificultades laborales les
conferían un carácter nómade pero optimista. Años después la familia alcanzó
cierto equilibrio y se estableció en Kiev; allí, el inquieto joven, bordeando
la pubertad, inició un lazo particular con el balón, vínculo que por entonces
ignoraba que duraría toda su existencia. Nadie olvida la primera vez que jugó
fútbol.
Según Sergei
Bolenko, su mejor amigo por entonces, “Andrei se inició en el fútbol jugando
como delantero. En el partido que lo conocí convirtió dos goles. Tenía tanta
energía, coraje y ganas de vencer, que nos impactó positivamente desde que tocó
la pelota por primera vez. Fue una hora y media única donde notas la talla de
un deportista notable, diferente. Andrei era veloz aunque algo bruto, dueño de
un poderoso disparo y gran resistencia física; ciertamente necesitaba pulir su
talento, pero estaba allí.”
Bolenko, emocionado
por el recuerdo, prosiguió tras una pausa. “Al final del match Andrei confesó
que nunca antes había jugado al fútbol. El entrenador lo escuchó y reconoció la
franqueza en sus palabras; lo instó a que siguiera el sendero deportivo.
Remarcó su notable actuación y se comprometió a educarlo, señalándole
inmediatamente que los goles deben anotarse en el arco contrario”.